Aunque muchos así lo quisieran, son poquísimos entre los elegidos quienes pueden eternizarse en un uniforme, vivir a perpetuidad bajo unos colores, retirarse como titulares indiscutibles de un grande (la sensación de “aquí jugó, sin que nadie le desbancara, mientras quiso”). Precisamente si alguien parecía embonar a la perfección en tal descripción era el guardameta madridista Iker Casillas.
Terminada la Eurocopa 2012, justo cuando recibía como capitán su tercer trofeo consecutivo a nivel de selecciones y lucía como algo más que insustituible en el Real Madrid campeón de liga (única ganada bajo José Mourinho), nadie podía sospechar lo que vendría para el portero.
Casillas acababa de cumplir 31 años y ya doce como titular en el conjunto merengue. Vivía el máximo momento de su carrera, consagrado unánimemente como mejor arquero del mundo y como líder de la selección más exitosa de todos los tiempos. Además, respetado por compañeros y rivales, todo un emblema de deportividad y consistencia.
De pronto inició un tobogán cuyo punto de partida fue que Mourinho le sustituyera por el desconocido y poco prometedor Antonio Adán. Estuvo en la banca hasta que no quedó más opción que devolverle al campo y entonces se fracturó la mano en una jugada por demás desafortunada. En ese instante, Diego López, alguna vez a la sombra de Casillas en el Madrid, acababa de dejar al Villarreal tras haber descendido a segunda y era reserva de un portero de cuarenta años en el Sevilla.
Es decir, que su trayectoria estaba más que truncada. En las prisas de hallar inquilino para la portería blanca en plena apertura de registros de invierno, el Madrid pagó por Diego una cifra irrisoria para el futbol actual: 3.5 millones de euros. Casillas se recuperaría de la lesión, mas no recobraría la titularidad.
Meses después, ya con Carlo Ancelotti, Diego siguió siendo el elegido e Iker se limitó a Copa del Rey y Champions, coronándose en los dos casos, aunque con un fuerte golpe a la confianza que solía suponer: el craso error en la final de Lisboa.
Vino Brasil 2014, su cuarto Mundial como titular, y el tobogán se empinó todavía más. Cuestionado y deslegitimado, Casillas estuvo muy por debajo de lo que su jerarquía supone. ¿Qué fue primero: la suplencia o la caída de nivel? Es decir, ¿por la consiguiente pérdida de ritmo de juego, mermó su desempeño, o por el bajón de su accionar había llegado antes la banca?
Ahora el personaje que estaba llamado a romper todos los registros de participaciones vistiendo la casaca del Real Madrid y acumulando títulos, el hombre símbolo de selección y club, se encuentra en una disyuntiva: el costarricense Keylor Navas está a punto de oficializar su traspaso al Bernabéu. Pelear la titularidad con una de las revelaciones del pasado Mundial y con Diego López, a sabiendas de que el director técnico ya le condenó al segundo plano, o irse a puerto donde se le garanticen partidos completos (que muchos clubes importantes en Inglaterra estarían felices de recibirlo).
Quedarse representará casi con toda seguridad que sea sin jugar los tres torneos. Su destino es el exilio, por mucho que duela a quien siempre se vio con un mismo uniforme y a la institución que pensó que sería resguardada por las mismas manos mientras estas tuvieran energía y voluntad de hacerlo.
¿Casillas en otro cuadro? Será raro. Tan raro como inevitable.