Particularmente el artículo 190 de la nueva Ley Federal de Telecomunicaciones y Radiodifusión -aprobada recientemente por el Congreso y promulgada el lunes pasado por el presidente Enrique Peña Nieto- debe preocupar a los ciudadanos.

 

Dos son los motivos para esta preocupación: El cheque en blanco que ofrece la ley a las autoridades de seguridad pública del país -sin mediación de orden judicial alguna- para rastrear y bloquear cualquier teléfono móvil bajo el argumento de la seguridad pública.

 

Y, también, la obligación de las empresas proveedoras de guardar toda la información de los usuarios durante dos años (con nombres, fechas, horas y tiempo de llamadas, números de destino, posicionamiento geográfico de la línea telefónica, tipo de comunicación, etc., etc.) con el propósito de que las autoridades de seguridad pública accedan a estos datos en tiempo real -durante el primer año- y bajo mecanismos de almacenamiento durante los siguientes 12 meses. Esto último tampoco requiere una orden judicial previa.

 

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Así que, bajo el pretexto de la lucha en contra de la delincuencia, la ley le da manga ancha a los cuerpos policiacos y de investigación del Estado para que, sin ninguna orden judicial de por medio, accedan a los datos de los usuarios y controlen el uso de sus comunicaciones. Un peligroso salvoconducto legal que pone en riesgo la libertad de los ciudadanos.

 

El asunto es grave. Si bien el propio artículo 190 matiza al final de su redacción advirtiendo que “las comunicaciones privadas son inviolables” y que “exclusivamente la autoridad judicial federal, a petición de la autoridad federal que faculte la ley o del titular del Ministerio Público de la entidad federativa correspondiente, podrá autorizar la intervención de cualquier comunicación privada”, ello no obsta para que todas las comunicaciones de cualquier ciudadano sean rastreadas, limitadas y seguidas a detalle por los cuerpos policiacos, sin orden judicial previa.

 

En un país como el nuestro, con repetidas y conocidas experiencias sobre el uso y abuso de la información personal de los ciudadanos por parte de los cuerpos policiacos en contubernio con las organizaciones criminales, la redacción de este artículo de ley, tal y como se aprobó, pone en riesgo la seguridad de los usuarios. Allí están los repetidos fracasos de los masivos registros ciudadanos -desde las bases de datos del extinto IFE al tristemente célebre registro vehicular, Renave- que terminaron en manos de la delincuencia.

 

Pero, además, se abren espacios legales para que “en nombre de la seguridad pública”, los gobiernos y los órganos de inteligencia y seguridad pública utilicen estos mecanismos arbitrariamente para fines de control político, atentando en contra de los derechos, de la privacidad y de las libertades ciudadanas. De allí que en los países europeos se haya negado la aprobación de medidas similares.

 

Ahora, una vez promulgada la Ley, es el Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT) el que tiene la palabra para pronunciarse en torno al contenido de este y otros artículos de la nueva Ley y sentar un precedente sobre la calidad de las libertades de los ciudadanos en materia de telecomunicaciones.

 

La sombra -por más tenue que ésta sea- que coarta la privacidad, el acceso irrestricto e igualitario y la libertad en las comunicaciones de los ciudadanos debe disiparse.

 

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AVISO: El Observador volverá a publicarse el miércoles 30 de julio.