CARACAS. Es el principio del fin para uno de los lugares más extraños de Caracas.
Funcionarios del gobierno del presidente Nicolás Maduro y militares comenzaron el martes el desalojo de miles de ocupantes ilegales que han vivido casi una década en un rascacielos a medio terminar localizado en el corazón del antiguo y próspero sector financiero de Caracas, venido a menos en los últimos 20 años.
El edificio de 45 pisos fue abandonado a mediados de los noventa y llegó a ser conocido como la Torre de David, por el fallecido empresario David Brillembourg, quien invirtió en el fallido proyecto.
Para el año 2007, los ocupantes ilegales habían tomado desde los estacionamientos hasta el helipuerto en la azotea. Improvisaron conexiones eléctricas, abrieron bodegas y barberías y crearon un sofisticado sistema de gestión interna.
El martes, Maria Sevilla, a cargo de gestionar el piso 28, miró con nostalgia la manchada estructura de hormigón, de cornisas empinadas e incompletas de las que sobresalen antenas parabólicas.
“Extrañaré mucho la comunidad que hemos construido aquí”, dijo Sevilla, una exvendedora ambulante, quien expresó que sus 50 vecinos del piso se habían vuelto como una familia para ella y sus hijos adolescentes.
El ministro de Estado para la Transformación de Caracas, Ernesto Villegas, dijo a la prensa que la torre había sido un símbolo del capitalismo fallido que más tarde se convirtió en un símbolo de poder de la comunidad.
Para muchos, el rascacielos poblado por ocupantes ilegales se convirtió en un símbolo de la anárquica y disfuncional capital venezolana. Incluso fue representado en la serie televisiva estadounidense “Homeland” como un lugar sin ley donde los delincuentes formaban parte de conspiraciones internacionales y asesinaban con impunidad.
Villegas dijo que el desalojo era necesario porque la torre, que carecía de instalaciones básicas como paredes o ventanas, no era segura para sus habitantes. Niños han muerto al caer, comentó. Y la humedad maloliente del patio de hormigón donde habló con los periodistas era evidencia de la falta de plomería.
Decenas de residentes abordaron autobuses el martes por la mañana para ir a nuevas viviendas, proporcionados por el gobierno en Cúa, un poblado localizado a unos 37 kilómetros al sur de Caracas. El estado de ánimo era sosegado, a pesar de las decenas de niños corriendo alrededor. Decenas de policías con equipos antimotines y militares que portaban fusiles se apostaron junto a las calles laterales.
Los residentes se quejaron de que estaban perdiendo su fácil acceso a supermercados, transporte público y, posiblemente, empleo.
“No sé cómo voy a ser capaz de encontrar un trabajo por allá”, dijo Yaritza Casares, de 28 años, que llevaba a su hija de 4 años. “Tuvimos la suerte de vivir aquí”.
En la entrada del edificio fueron colocadas fotos de apartamentos baratos, de aspecto limpio, junto con una imagen de un grupo de personas felices caminando hacia su nuevo hogar. En el interior, jóvenes comentaban que algunas familias podrían negarse a salir.
Vecinos que han vivido durante años al lado de los “invasores” celebraron el desalojo.
Antonio Farías, un jubilado de 68 años, en una calle cercana, veía con satisfacción cómo la gente abandonaba el edificio. La improvisada barriada había traído consigo la amenaza constante de secuestros, violaciones y robos, manifestó.
La torre, originalmente de fachada de cristal, “se veía bellísima… pero desde que la invadieron… la convirtieron en una montaña de ranchos”, indicó.
En Venezuela llaman ranchos a las precarias viviendas apiñadas en las laderas de las montañas, construidas con delgadas láminas de zinc e incluso materiales de desecho, en las que muchos viven hacinados debido al déficit endémico de viviendas del país.
La Torre de David pasó a manos del Estado en medio de la crisis financiera que azotó al país en 1994, lo que desencadenó una espiral de cierres bancarios que se prolongó hasta mediados de 1995 y afectó a casi dos terceras partes del sistema bancario y asegurador.
La crisis, desatada por problemas de solvencia y corruptelas en 18 bancos, costó a las arcas nacionales unos 10 mil millones de dólares en fondos para intentar reflotar algunos de esos institutos y repagar a sus ahorristas.