En la recámara de una casa cercana a Ámsterdam, Miguel Panduwinata le preguntó a su madre: “Mamá, ¿te puedo dar un abrazo?”.
Samira Calehr abrazó a su hijo de 11 años, que durante días había mostrado agitación y la había bombardeado con preguntas acerca de la muerte, de su alma, de Dios. La mañana siguiente dejaría a su hijo Miguel y su hermano mayor Shaka en el aeropuerto para que tomaran el vuelo 17 de Malaysia Airlines para la primera etapa de su viaje a Bali para visitar a su abuela.
Su hijo —normalmente de buen humor, acostumbrado a viajar— debería de estar emocionado. Su maleta plateada estaba lista en la sala. Le esperaban paseos en moto acuática y práctica de surf en el paraíso, pero algo estaba fuera de lugar. Un día antes, mientras jugaba futbol, Miguel preguntó: “¿Qué muerte escogerías? ¿Qué le pasaría a mi cuerpo si estuviera enterrado? ¿Sentiría algo si nuestras almas regresan hacia Dios?”.
La noche previa a su viaje, Miguel se negaba a dejar de abrazar a su madre.
Va a extrañarme, se dijo Calehr. Así que lo tendió a su lado y lo abrazó toda la noche.
La mañana siguiente, Samira Calehr y su amiga Aan llevaron a sus hijos al tren que va hacia el aeropuerto. Shaka, de 19 años, recién había terminado el primer año de sus estudios de ingeniería textil y prometido vigilar a Miguel. Su otro hermano, Mika, no pudo conseguir un asiento en el vuelo 17 y volaría a Bali al día siguiente.
Cuando se preparaban para ir hacia la aduana los chicos se despidieron de Calehr pero Miguel volvió sobre sus pasos y abrazó a su madre. “Mamá, te voy a extrañar”, dijo. “¿Qué pasaría si el avión se estrellara?”.
¿Por qué habrá dicho eso?, se preguntó ella.
“No digas eso”, le respondió abrazándolo. “Todo estará bien”.
Vio a los dos niños alejarse pero Miguel seguía volteando hacia atrás, donde estaba su madre, con mirada triste.
El vuelo 17 despegó alrededor de las 12.15 pm en un vuelo que debía durar 11 horas y 45 minutos.
Sólo duró dos.
Calehr sigue pensado en lo que habría pasado, los pronósticos, la comprensión de que el mundo que conocía se ha vuelto extraño en un abrir y cerrar de ojos. Ahora piensa en cómo su hijo al parecer sintió que su tiempo en la tierra se acababa. Se imagina un futuro que nunca ocurrirá: el deseo de Shaka de ser ingeniero civil se ha ido. El de Miguel, de ser piloto de carreras, también se ha ido.