Se Levanta el Viento (Dir. Hayao Miyazaki)
Hace un año, al finalizar la primera proyección para prensa de Se Levanta el Viento (Kaze Tachinu, 2013) durante la Muestra de Cine de Venecia, el genio de la animación Hayao Miyazaki (Tokyo, 1941) anunciaba a los periodistas que lo que acababan de presenciar sería, en definitiva, su última película.
No es la primera vez que el ganador del Oscar en 2001 al mejor filme de animación (El Viaje de Chihiro) habla sobre un supuesto retiro, pero luego de ver éste, su décimo-primer largometraje, uno no puede dejar de pensar que estamos ante una hermosa, melancólica y muy sentida despedida fílmica.
Y es que, tras la fachada de una biopic en tono libre sobre la vida del ingeniero aeronáutico Jirô Horikoshi (famoso por haber diseñado los aviones “Zero”, mismos que terminarían usándose en el bombardeo a Pearl Harbor de 1941), el director encuentra en las obsesiones de este personaje el vehículo perfecto no sólo para plasmar las propias sino que, además, aprovecha para hacer una alegoría entre la naturaleza inventiva e inspiradora del ingeniero y el cineasta.
El gran tema de la cinta son los sueños que derivan en obsesiones para luego tornarse en pesadillas. Desde niño, Horikoshi soñaba con ser un gran piloto, pero sus problemas con la vista se lo impidieron (curiosa relación con el supuesto mal que aleja ahora a Miyazaki del cine), es por ello que decide ser ingeniero, “un constructor de sueños” como se autodefine Caproni, famoso italiano creador de aviones de combate durante la Primera Guerra Mundial y que aparece aquí como mentor y guía en los lapsus oníricos de Jirô.
Horikoshi que no deja de soñar un sólo momento: su deseo de crear bellos aviones le despierta la imperiosa necesidad de dibujar, de estudiar, de arrastrar el lápiz sin descanso, haciendo cálculos, mirando a la naturaleza en busca de formas perfectas, intentando con nuevos prototipos una y otra vez, maravillándose con lo alcanzado por otras naciones y preguntando “¿por qué Japón es tan pobre?”.
La obsesión de Horikoshi es claramente la obsesión de Miyazaki: ambos creadores de fantasías, ambos persiguiendo un fin no para hacerse de riquezas (“los aeroplanos no son para hacer dinero”) sino para cumplir sus propios sueños de belleza y perfección; ambos convencidos de que la imaginación y la creatividad valen más que toda la tecnología (recordemos que Miyazaki nunca sucumbió a la animación por computadora).
Pero aún en este mundo onírico, de paseos en aeronaves fantásticas repletas de gente feliz, la guerra asoma en el horizonte. Los sueños de Horikoshi terminarían sirviendo como vehículo de destrucción y muerte. Miyazaki no enjuiciará al joven ingeniero, tampoco hará de esto un mensaje anti-bélico ni mucho menos; está conciente que todo sueño puede derivar en pesadilla, pero ello no debe detener a los hombres que prefieren “ver un mundo con pirámides”.
El horror tiene muchas formas y Miyazaki no rehuye de ellas. El hombre que nos entregara fantásticos mundos en cintas como Mi vecino Totoro, La Princesa Mononoke o El Castillo Vagabundo decide para éste, su último filme, pisar con pies en tierra la realidad más terrible, desde la pobreza del Japón de los años 20’s y 30’s hasta la monstruosa destrucción del terremoto de Kanto en 1923 o el ataque a Pearl Harbor -sucedido el mismo año en que nació Miyazaki- y de donde ninguno de los aviones, ninguno de aquellos hermosos sueños de Jirô Horikoshi, regresaran con vida.
Pero incluso el horror más atroz no debe detener los sueños, la invención y la fantasía. Miyazaki y Jirô se despiden con un doloroso “gracias”, no sin antes recordarnos que, no importando el miedo, la fatalidad o la muerte, el viento seguirá elevándose y mientras él continúe, nosotros debemos vivir.
Kaze tachinu (Dir. H. Miyazaki)
4 de 5 estrellas.