Desde que el deporte es tal, se ha utilizado (o, al menos intentado) como medio para ejercer cierto tipo de presión hacia los regímenes a los que no se halla de qué otra forma presionar.
Bajo la premisa de que ahí donde los embargos o bloqueos no llegan sí lo hacen los eventos deportivos, los Juegos Olímpicos de la antigüedad ya eran vistos como último recurso para acceder a la paz.
Unos tres mil años atrás, fue esa la principal razón para dar organización a la manifestación multi-deportiva más influyente y longeva que haya existido: los Olímpicos nacen, sí, por la pasión griega hacia el deporte; por su afán de competir, de trasladar a un contexto con reglas las enemistades o rivalidades; por el vínculo que se establece entre las hazañas de los atletas y la moral de un pueblo; por un verdadero amor al cuerpo humano y, por ende, a fortalecerlo, a perfeccionarlo; por llevar los alcances físicos del hombre a su máxima expresión; pero, sobre todo, los Olímpicos nacen por la paz.
La idea de organizar estos Juegos con una frecuencia establecida, incluyó la prohibición de todo tipo de guerra desde tres meses antes y hasta tres meses después del evento. Así, atletas y aficionados podían trasladarse sin riesgo a Olimpia, además de que los más fuertes (o sea, los competidores) no tenían que temer el haber dejado un tanto indefenso a su pueblo: había actividad en el Templo de Zeus en Olimpia y desaparecía momentáneamente la sospecha de ser atacado.
La tregua, esa vieja “ekecheiria”, traducible como “apretón de manos”,no siempre se respetó, y en ese sentido existieron sanciones; el historiador Tucídides narra un episodio en el que los atletas espartanos fueron excluidos de unos Olímpicos dado que su ejército atacó la ciudad de Lepreon en épocas cercanas a los Juegos.
Se piensa que sin esos semestres de pausas bélicas y enfriamiento de ímpetus guerreros, la civilización griega no hubiera florecido como lo consiguió. Además, en Olimpia se encontraban helenos de cada rincón del mediterráneo, quienes al competir se conocían: no hay mejor manera de aceptar a alguien aparentemente distinto que empezando por conocerlo.
Sirva tan largo preámbulo, para referirnos a lo que de momento se vive en el país sede de la próxima Copa del Mundo.
El viceprimer ministro británico, Nick Clegg, declaró: “No puedes tener esto: el juego maravilloso estropeado por la horrible agresión de Rusia en la frontera ruso-ucraniana (…) Si prosigue con ese comportamiento belicista, es inconcebible que pueda gozar del privilegio de organizar el Mundial de fútbol de 2018 (…) haría parecer al resto del mundo muy débil y deshonesto”.
Horas antes, el titular de la Federación Alemana de Futbol, Wolfgang Niersbach, se había pronunciado en sentido parecido, abriendo especulaciones respecto a si sus palabras representan la opinión de la canciller Angela Merkel.
No obstante, el Mundial se encuentra a cuatro años. Antes tendremos numerosos eventos deportivos, comenzando por el Gran Premio de Fórmula 1 a disputarse en octubre en Sochi, y el patrón de la máxima categoría del deporte motor, Bernie Ecclestone, fue tajante: “El señor Putin nos apoyó enormemente y fue muy servicial. Nosotros vamos a hacer lo mismo”. La FIFA va en sentido parecido bajo la cantaleta de que el Mundial “puede ser un instrumento poderoso para generar un diálogo constructivo entre el pueblo y los gobiernos”.
¿Ekecheiria? Según para presionar a quién, según contra qué. Si en la política todo es tan relativo, a quién sorprende que así sea en el deporte.
¿Visto a décadas de distancia, algo cambió con el apartheid por el boicot africano a Montreal 76, o algo cambió con la invasión a Afganistán por el boicot “capitalista” a Moscú 80?
Ya pueden seguir presionando: pase lo que pase en Chechenia, en Ucrania, en Osetia del Sur (conflicto con Georgia), o en donde sea, el Mundial 2018 será en Rusia. Y todo quien califique estará dispuesto a jugar ahí.