El 80% de los egresados universitarios prefiere trabajar en una empresa establecida que lanzar un emprendimiento, pues la satisfacción de contar con un negocio propio no es suficiente para contrarrestar la incertidumbre inherente a ser un agente libre o emprendedor.

 

En términos sociales, incluso, es mejor visto trabajar para una compañía conocida que contar con una propia o presentarse como independiente (como si la marca para la que laboramos acreditara lo mucho o poco que valemos).  El mexicano promedio se muere por recibir un salario fijo.

 

oficina

 

El precio a pagar es someterse a las reglas de oficina. Es aquí donde el autoengaño y las contradicciones del asalariado operan en proporciones épicas. No importa si es creativo de una agencia de publicidad u oficial de inversiones en un banco, o si es director o un ejecutivo  de rango menor, pocas cosas le molestan más a un profesionista que lo tilden de “Godínez”. El término, tan de moda en años recientes, alude al estilo de vida del oficinista promedio  centrado en costumbres que remiten a una medianía cuasi burocrática de supuesto mal gusto y recursos económicos limitados.

 

El “Godínez”, palabras más, palabras menos,  es el “naco” del mundo oficinesco. Algunos argumentan que el estereotipo es clasista y denigrante; otros, en cambio, argumentan que el calificativo no es peyorativo y apunta más a la naturaleza oficinista del individuo que a su nivel económico o raza (sin notar que tal condescendencia reafirma, en buena medida, el carácter de insulto que se intenta negar).

 

En lo personal, creo que la prueba del ácido es más que contundente: así cumplan con horarios de 10 horas en una oficina, nadie le dice “Godínez” a un financiero que viste Ermenegildo Zegna y maneja un BMW, ni a un treintañero de tez blanca y bigote hipster,  que come en un restaurante de moda de la colonia Roma. El “Godínez” siempre es moreno y ajeno a la estética de la “gente bonita”. En su libro “Por eso estamos como estamos” (RHM, 2011), el analista Carlos Elizondo Mayer-Serra explica cómo opera la discriminación para declarar la pertenencia a cierta clase dominante:

 

“Por más que el artículo primero de la Constitución prohíbe toda discriminación, en México ser más blanco sigue siendo mejor visto socialmente y da acceso a ciertos beneficios. La Primera Encuesta Nacional sobre Discriminación en México da cuenta de cuán serio es este fenómeno: 20% de los mexicanos no estarían dispuestos a permitir que viviera en su casa un indígena, aunque 42% tampoco aceptaría en casa a un extranjero.

 

La élite económica es fundamentalmente blanca. Ejemplo claro es el suplemento Club Social del diario Reforma: en un número típico no se encuentra una sola foto, ni entre los fotografiados durante celebraciones sociales ni en la propia publicidad, de una persona que no aparente origen europeo o, al menos, que tenga la piel clara. Las élites políticas y culturales son racialmente más plurales. Sin embargo, como me dijo una vez un amigo inglés, casado con una mexicana y que vivió un tiempo en México: No conozco ningún mexicano de la élite, en su sentido amplio, casado con una mujer con un color de piel más oscuro que el suyo.”

 

El término “Godínez” es ya de uso aspiracional en la clase media mexicana. Concebir al otro como un “Godínez” digno de desprecio reafirma la creencia de que nosotros somos diferentes, parte de un círculo privilegiado donde el buen gusto y la capacidad creativa reinan con libertad y recursos económicos holgados. La ironía: la mayoría de la clase ejecutiva mexicana pertenece a ese planeta donde los cubículos, las comidas corridas de arroz con huevo y la esperanza de cobrar cada quincena son partes centrales de la cotidianidad. ¿Para qué empeñarse en negarlo?

 

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