A Julio Cortázar lo vemos hasta en la sopa. En frases apócrifas de Internet, en dedicatorias con sus frases más cursis y en los timbres de correo argentinos por el centenario de su nacimiento. En un vagón de metro un estudiante hojea Rayuela al tiempo que revisa su Whatsapp. Hoy, el Cortázar cursi opaca al creador de ficciones retadoras. Pero no nos vayamos con superficialidades. Cortázar sigue siendo un autor de peso gracias a sus innovaciones y descripciones profundas.

 

Sólo basta mencionar las aportaciones estilísticas de cuentos como “Casa tomada”, “Cartas de mamá” o “Queremos tanto a Glenda” o el formato desmesurado que significó la redacción de Rayuela con sus posibilidades de interacción con el lector. En lo particular, uno de los temas que siempre me ha atraído de Cortázar es el influjo que tuvo la música en su poética. Es ahí donde se le ve suelto, inventivo, atemporal. Por ahí ronda una comparación entre las músicas que escuchaban Borges y Cortázar.

 

Del primero se dice que era un tradicionalista, ya que buscaba rescatar las milongas y los tangos del olvido a los que los estaba llevando la modernidad. Sin embargo, odiaba a Piazzolla. Del segundo, recuerdan muchos, se afirmaba que tenía un oído entrenadísimo para las músicas de vanguardia. Escuchaba jazz todo el día en su casa de París y salía a barecillos a escuchar propuestas que llegaban al barrio.

 

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