A Julio Cortázar lo vemos hasta en la sopa. En frases apócrifas de Internet, en dedicatorias con sus frases más cursis y en los timbres de correo argentinos por el centenario de su nacimiento. En un vagón de metro un estudiante hojea Rayuela al tiempo que revisa su Whatsapp. Hoy, el Cortázar cursi opaca al creador de ficciones retadoras. Pero no nos vayamos con superficialidades. Cortázar sigue siendo un autor de peso gracias a sus innovaciones y descripciones profundas.
Sólo basta mencionar las aportaciones estilísticas de cuentos como “Casa tomada”, “Cartas de mamá” o “Queremos tanto a Glenda” o el formato desmesurado que significó la redacción de Rayuela con sus posibilidades de interacción con el lector. En lo particular, uno de los temas que siempre me ha atraído de Cortázar es el influjo que tuvo la música en su poética. Es ahí donde se le ve suelto, inventivo, atemporal. Por ahí ronda una comparación entre las músicas que escuchaban Borges y Cortázar.
Del primero se dice que era un tradicionalista, ya que buscaba rescatar las milongas y los tangos del olvido a los que los estaba llevando la modernidad. Sin embargo, odiaba a Piazzolla. Del segundo, recuerdan muchos, se afirmaba que tenía un oído entrenadísimo para las músicas de vanguardia. Escuchaba jazz todo el día en su casa de París y salía a barecillos a escuchar propuestas que llegaban al barrio.
Según relata su hermana, el niño Cortázar tenía devoción por el clarinete y tocaba muy bien el piano. Era un chamaco ajeno a las músicas locales. En cambio, estaba fascinado por los ritmos sincopados y el up beat. “Los negros de allá, de Norte América, le gustaban. Los tangos, esas cosas nuestras, no”, dice. Esta pasión (la mayor de todas las que tenía, lo afirmaba el mismo gigantón) no es fortuita. Es difícil que un oído tenga predilección por lo experimental si no se entrena desde chico.
El influjo sonoro del joven hijo de un diplomático llegó por parte de su tía y su madre. Ellas tocaban a cuatro manos un piano Blüthner.
El gusto por el jazz, sin embargo, llegó por su cuenta en los años de juventud. Cortázar estaba tan interesado al grado de estudiar la vida de muchos de sus ídolos: Thelonius Monk, Miles Davis, Louis Armstrong, Bill Evans, Duke Elligton y por supuesto Charlie Parker. Hay una anécdota que alguna vez refirió Gabriel García Márquez sobre el Cortázar melómano y que aquí resulta pertinente: en un tren rumbo a Praga viajaban con Carlos Fuentes, cuando de pronto surgió el tema de la introducción del piano en las big bands, a lo que Cortázar respondió con una clase magistral sobre historia de la música. Sí, Cortázar era no era un dotado instrumentista (no nos engañemos con esas fotos donde sostiene una trompeta; como él lo aseguraba: “Soy pésimo tocando”) pero su capacidad de descripción es notable.
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El nombre de Charlie Parker siempre surge cuando unimos a Cortázar y la música. El genial saxofonista fue incluso inspiración para uno de sus cuentos más precisos, “El Perseguidor”. Ahí, bajo el seudónimo de Johnny Carter (la homofonía lo delata) vemos a nuestro héroe convertirse en un músico existencialista obsesionado con el tiempo, con imaginar el futuro. “Johnny estaba en gran forma en esos días, y yo había ido al ensayo nada más que para escucharlo a él y también a Miles Davis.
Todos tenían ganas de tocar, estaban contentos, andaban bien vestidos (de esto me acuerdo quizá por contraste, por lo mal vestido y lo sucio que anda ahora Johnny), tocaban con gusto, sin ninguna impaciencia, y el técnico de sonido hacia señales de contento detrás de su ventanilla, como un babuino satisfecho. Y justamente en ese momento, cuando Johnny estaba como perdido en su alegría, de golpe dejó de tocar y soltándole un puñetazo a no sé quién dijo: ‘Esto lo estoy tocando mañana’”.
Esa historia es de las tantas en las que la música atravesó la literatura del autor de Rayuela, que en su casa tenía unos cuatro mil libros y unos seis o siete mil discos y casetes. Sin embargo, esa herencia musical no tenía mucho valor: cuando Cortázar murió, Aurora Bernárdez, su viuda y albacea, vendió la discoteca a un parisino que pasaba. Un hombre también es lo que escucha. Por ello, siempre será una incógnita saber qué pasaba por los oídos del escritor.
Un poco de esa incógnita se despeja este año, con la publicación de un documental dedicado al Cortázar melómano. En Esto lo estoy tocando mañana, trabajo dirigido por Karina Wroblewski y Silvia Vegierski, se entrecruza el testimonio de escritores como Mario Vargas Llosa y Liliana Heker con el de músicos como Juan “Tata” Cedrón y Margarita Fernández –incluida en la “lista de pianistas preferidos” de Un tal Lucas –: “Su amor por la música se nota en cómo aparece en sus personajes más queridos”, subraya Heker en la película, y alcanza con pensar en las discusiones jazzeras y trasnochadas que sostienen los miembros del Club de la Serpiente o en los discos que Horacio le propone o le impone a La Maga.
Vargas Llosa recuerda cómo Cortázar se encerraba en una habitación a jugar con su trompeta y Fernández evoca al escritor a la salida de una sesión de jazz en el París de los cincuenta, caminando por la Ile de la Cité y tocando algún instrumento de viento imaginario. Es el propio Cortázar, con sus erres patinadas, el que asegura en la película: “El jazz tuvo gran influencia en mí (…) el fluir de la invención permanente me pareció una lección para la escritura, para darle libertad y no repetir partituras” y cuenta también que “las palabras de los tangos me enseñaron mucho del habla del pueblo, de cómo expresan su obvia poesía (…) Decidimos recorrer un aspecto poco explorado y pensamos en la música y en la relación del melómano y el escritor”, señalan. En la pantalla, Cortázar les aprueba la tesis: “Fuera de la literatura, la influencia más fuerte que he tenido es la música”, dice, y confiesa un sueño frustrado:
Si hubiera podido elegir entre la literatura y la música, habría elegido la música.