Luego de haber tocado el fondo de la violencia criminal en dos ocasiones, Tamaulipas abandonó el colapso político y social. Ahora padece el defecto de la desarticulación de los cárteles: los secuestros y las balaceras.

 

A diferencia de Michoacán, Tamaulipas puso en marcha un operativo político efectivo pero desgastante: la presencia de la autoridad política. A ello se agregó la decisión de no desparecer la presencia del gobierno estatal en giras y sobre todo mantener una comunicación política activa.

 

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Michoacán se ha presentado como el prototipo ya no se diga del Estado fallido sino de la ausencia de la estructura estatal y de los tejidos social y político correlativos. En el análisis de Tamaulipas no debe faltar la variable del crimen político: el asesinato del candidato priista a gobernador en 2010, Rodolfo Torre Cantú.

 

Ciudad Juárez y Tamaulipas han logrado salirse de la lógica de la descomposición final. El grado más profundo de la violencia del crimen organizado es Michoacán: el secretario de Gobierno y el hijo del gobernador presos por vinculaciones con el capo Servando Gómez La Tuta, y Julio César Godoy, medio hermano del entonces gobernador Leonel Godoy, diputado perredista desaforado y prófugo de la ley ante la contundencia de las pruebas en su contra.

 

Los instrumentos de lucha contra los cárteles a nivel estatal y regional han sido, en primerísimo lugar, la consistente presencia del ejército en las zonas calientes, a pesar de la ofensiva criminal y de la complicidad social con las bandas. Luego ha estado el factor político: donde el partido en el poder mantiene sus estructuras de movilidad política, ahí es más fácil contener el acoso de la violencia criminal. En Michoacán el PRD y el PRI mantuvieron relaciones peligrosas con La Tuta y dejaron un tejido político no sólo roto sino hasta ahora sin posibilidades de restablecimiento. En Ciudad Juárez la violencia llegó con la alternancia del PRI al PAN, dejando rastros de complicidades en ambos partidos.

 

En Tamaulipas, el PRI fue lastimado con el asesinato del candidato Torre Cantú y después con el expediente judicial -en fases de pruebas pero aceptadas hasta ahora las suficientes por las autoridades para una primera conclusión- del ex gobernador Tomás Yarrington perseguido por cargos de acuerdos secretos con los cárteles.

 

La estrategia de resistencia del gobernador Egidio Torre Cantú, hermano del candidato asesinado, fue política, en ocasiones rayando en la incomprensión de los mensajes. Pero la idea fue la de asegurar la presencia mediática del gobernador en zonas calientes y en todo el estado en actos políticos y sociales diarios. Así, la estrategia de comunicación política evitó que la ausencia de la autoridad enviara el mensaje equivocado del temor.

 

La violencia criminal en Tamaulipas seguirá latente en tanto no se den tres condiciones: una fuerza policiaca suficientemente resistente a la corrupción del crimen organizado, una política criminal que trabaje ahora sobre pequeñas bandas ya sin el control de cárteles y la revisión en los medios de la política de cobertura informativa por el efecto desestabilizador de los mensajes negativos en el estado de ánimo de la sociedad.

 

A nivel local, el ánimo social tiene razones suficientes para seguir irritado, pero el punto de referencia de Michoacán no debe perderse de vista. En Guerrero, el crimen organizado tiene a su favor un gobierno desarticulado y rebasado; en Sinaloa se carece de una idea de mando político, y en el Estado de México prevalece el desconcierto en cuanto al funcionamiento social y político de los cárteles.

 

El verdadero michoacanazo ha estado en la forma en que el crimen organizado sustituyó al Estado en el mando político. Cuando eso ocurre, esas sociedades ya no tienen remedio.