Natural, como un lirio delicado pero firme, íntima y sin poses forzadas, así es como retrató el fotógrafo estadounidense a la actriz de origen belga en la última edición de “Bob Willoughby: Audrey Hepburn. Photographs 1953-1966” (Taschen), un libro que vio la luz, por primera vez, en 2012, con un número especial para coleccionistas.

 

Esta recopilación de imágenes, con textos en inglés, francés y alemán, muestra a una Audrey entre bambalinas, “probando las luces antes de una sesión de fotos, descansando en el sofá de su casa junto a su cervatillo ‘Ip’ o aplicándose los últimos retoques de maquillaje“, explica la directora de comunicación de Taschen, María Eugenia Mariam.
En definitiva, constituye un diario gráfico de sus mejores momentos entre 1953 -año en el que rodó la película que le catapultaría a la fama, “Vacaciones en Roma“- y 1966.

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Foto: EFE

Willoughby, quien acabó convirtiéndose en amigo y confidente de la artista, fotografía todas las facetas de una mujer por la que sintió, además de devoción profesional, un amor platónico que no encontró competencia en otras divinas que también posaron para él, como Marilyn Monroe, Elizabeth Taylor o Jane Fonda.

Un misterio especial

Hepburn no era tan sensual ni tan exuberante como algunas de ellas, pero su figura delgada, que ella misma achacaba al hambre que pasó de niña, sus insondables ojos negrosy, sobre todo, un aura de misterio que nunca la abandonaba, provocaron el delirio de fotógrafos como Willoughby y de diseñadores como Givenchy.

 

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Jugando con su hijo Sean, fruto de su primer matrimonio con Mel Ferrer; practicando gimnasia ataviada con un ceñido mono rojo; de compras en el supermercado o ensayando durante los rodajes de algunos filmes como “Dos en la carretera” (1967), “Mansiones verdes” (1959), “My fair lady” (1964) o “Encuentro en París” (1964), la belleza de Audrey desafiaba cualquier momento y lugar.
El propio Willoughby eligió junto a la editorial, antes de su fallecimiento en 2009, las fotografías que para él sintetizaban mejor aquellos años dorados de Audrey Hepburn, sin ficción ni maquillaje, con el fin de reflejar “la elegancia interior” de una mujer “que todavía inspira y que seguirá inspirando”, según Mariam.
La sonrisa de Audrey Hepburn enamoró al mundo -a Willoughby le calentaba el alma “como un trago de whisky“-, pero no fue lo único que le permitió pasar a los anales del séptimo arte.

 

Talento innato

 
Su talento quedó demostrado en un despliegue de matices interpretativos que le posibilitó participar en cintas tan dispares como “Sabrina” (1954) y “Always” (1989).

 

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La magia de las instantáneas de Bob Willoughby radica en su poder para indagar en la verdadera naturaleza de los retratados, a los que capta en actitudes espontáneas, improvisadas, que dan fe de su vulnerabilidad como seres humanos y exponen susbellas flaquezas.

 

 

Sus fotografías de cantantes de jazz en los años 50, impregnadas de esa explosiva combinación de música, humo, alcohol y nostalgia que emanaba de los bares en los que se tocaba esta música, o su reportaje sobre Judy Garland durante la filmación de “Ha nacido una estrella” (1954) le convirtieron en uno de los especialistas más solicitados para fotografiar rodajes y campañas publicitarias.

 
En el caso de las imágenes que componen la antología publicada por Taschen, Bob Willoughby vuelve a ser capaz de captar la humanidad de la diva utilizando su mejor arma: la cámara, un instrumento con el que sellaron una complicidad única.