Por geopolítica pura, Veracruz fue antes beisbolera que futbolera; los intereses de diversas empresas estadunidenses y la presencia de tantos emisarios dedicados sobre todo a negocios petroleros en el puerto propició que ahí incubara el juego de la pelota caliente (aunque la estrella a la que nos referimos hoy, tuvo tentaciones de balompié antes de decidirse por la segunda base).
Consecuencia acaso de esa circunstancia histórica y esa influencia del deporte consentido entre barras y estrellas, un hombre cuya estatua, bat en mano, da acceso a una de las instalaciones principales para la vigésimo segunda edición de los Juegos Centroamericanos y del Caribe: en México, conocido como Beto Ávila; en Estados Unidos, Bobby Ávila.
Caprichos de la historia que los dos más grandes deportistas veracruzanos de todos los tiempos, y dos de los mayores íconos para todo nuestro país, sean vecinos en la inmortalidad en los santuarios de sus respectivas pasiones. A unos cuantos metros del estadio Luis “Pirata” Fuente se ubica el parque Beto Ávila, personajes nacidos con diez años de diferencia en esa misma Veracruz y para gloria de esa tierra.
Aunque el debate resulta complicado, Beto Ávila es visto por muchos como la primera leyenda latinoamericana en las Grandes Ligas.
Su mayor hazaña llegó en 1954, cuando se convirtió en campeón de bateo de la Liga Americana, primer latino en acceder a semejante gloria. Ese mismo título que antes había tenido en su historial a deidades del tamaño de Ty Cobb, Babe Ruth, Lou Gehrig, Joe Di Maggio o Tedd Williams (a éste último se impuso el veracruzano, pese a batear buena parte de la temporada con un pulgar roto), incluyó entonces el nombre de este mexicano, que a base de consistencia y producción de carreras, puso a nuestro país en la geografía de este deporte.
Luego vendrían gigantes como Fernando Valenzuela, Teodoro Higuera, Vinicio Castilla, Adrián González, pero antes estuvo él y su incontenible tolete.
El estadio Beto Ávila, todo rojo como no podía ser de forma con el equipo local, los Rojos del Águila de Veracruz, ha sido remodelado y engalanado de cara a los Centroamericanos. Desde 1992 lleva el nombre del beisbolista consentido de este pueblo, factor que debiera convertirse en aliciente para impulsar a la novena mexicana a una medalla de oro beisbolera jamás conquistada a lo largo de veintiuna ediciones de estos Juegos. Han sido siete platas y un bronce, aunque la presencia de potencias como Cuba, Puerto Rico o República Dominicana, ha marginado a México hasta ahora de lo más alto de ese pedestal.
Iluminados por esa estatua de Beto (o Bobby), los mexicanos buscarán la proeza entre el 15 y el 21 de noviembre. Veloz, inteligente, decisivo, carismático, caliente con el bat en los turnos más importantes, ninguna inspiración más contundente que la del hombre que colocó a nuestra pelota caliente en lo más alto, sobreponiéndose a ese pulgar fracturado que pudo trastocar su asalto a la cima mundial del beisbol.
Un escenario que apenas ha requerido remodelaciones o adaptaciones, sobre todo en vestidores y butacas. Una instalación tradicional, que huele a manopla, que, incluso sin tener juego, hace resonar en la imaginación de los visitantes el clásico grito de playball, homenaje perfecto a él.