Todo es elogio y autoelogio en el gobierno federal. El aplauso en los discursos presidenciales hasta que se enrojecen las palmas de las manos, es ya un ritual casi irresistible ante la presión de una multitud entusiasmada con los anuncios, con las cifras, con los logros que se recitan uno tras otro, sin descanso.
Ya no hay lugar para el sosiego. El necesario espacio y distancia para la reflexión quedan arrumbados ante el vértigo que provocan los anuncios cotidianos de obras, de planes, de metas, de cifras que dibujan una prosperidad inesperada.
El Pacto, primero, luego la aprobación de las reformas, sólo fueron el preámbulo para que se levantara el telón y diera inicio el espectáculo del ejercicio del poder. De un frenesí de discursos, de proyectos, de promesas de que ahora sí el país caminará. Como si aquella frase bíblica de “levántate y anda” se aplicara a un México paralítico por obra y gracia de su milagroso sanador.
El espectáculo ha comenzado y la danza de los millones con él. Miles de millones de dólares desde las arcas públicas se anuncian para hacer caminar trenes de la capital a Toluca o a Querétaro. Para construir el mejor aeropuerto del mundo sobre el mítico Lago de Texcoco en una fastuosa construcción que se prolongará por los siguientes 50 años.
Nos han dicho que millones de estudiantes de primaria usarán tabletas digitales en lugar de los viejos cuadernos de rayas y que, ahora sí, la educación pública será rescatada de sus secuestradores que por años fueron comparsas del poder político en turno.
Que los millones de pobres acurrucados bajo el manto de los subsidios de Oportunidades se convertirán en microempresarios y universitarios por los buenos deseos plasmados en Prospera, la nueva hada madrina de la justicia social del gobierno priista.
Nos anunciaron que el dinero público también correrá por los surcos del campo, de los bolsillos de los campesinos, como nunca antes se había visto en las montañas y valles del país. Que los labradores de Michoacán, Oaxaca o Veracruz tendrán créditos baratos desde el Estado, sin garantías y a largo plazo. Un verdadero manjar de 44 mil millones de pesos de reparto que ni el maestro rural Lucio Cabañas habría imaginado en sus aciagos días a inicios de los setenta.
Ufano, el presidente Peña Nieto les decía a sus selectos invitados a Palacio Nacional el pasado 2 de septiembre, “hoy rindo cuentas a la sociedad mexicana… Los cimentos están puestos. Con estas reformas, con las acciones y políticas públicas del Gobierno, vamos a construir un nuevo México: Un México en paz, incluyente y con educación de calidad. Un México próspero y con mayor responsabilidad y liderazgo global”.
Frases que entrelazan la política con la religión. Palabras almidonadas de redención. Fotografías que retratan al reformador flanqueado por dos de sus críticos domesticados para la ocasión.
A la mañana siguiente, páginas completas en los diarios dando cuenta de gobernadores generosos para la felicitación y el aplauso. Publicidad pagada con los recursos de atribulados contribuyentes lejanos al espectáculo que daba comienzo en los círculos del poder.
Empresarios, banqueros, políticos de todas las tallas, intelectuales y embajadores dando cuenta de que la fiesta ha comenzado, que “México se atrevió a cambiar”.
El vértigo del triunfalismo y del elogio parece avasallarlo todo. La crítica suena lejana como las advertencias sobre los riesgos de las tareas pendientes no asumidas; de los intereses privados impuestos; o de las promesas hechas sin sustento.
Las voces críticas se encapsulan, como cuando se combate a los manifestantes en las calles. Se oye, no se escucha. Se denuncia la corrupción generalizada y creciente en los recovecos del sector público. No hay respuesta.
Se grita que la economía no crece, que los desempleados se multiplican y los nuevos empleos son de baja calidad. Que hay riesgos en el balance público. De ello no se da cuenta. No hay respuesta.
Las pretensiones ciudadanas de fortalecer instituciones anticorrupción son arrinconadas al olvido por el gobierno reformista. La corrupción es un asunto de “cultura”, no de instituciones públicas, ni de cumplimiento de las leyes de quienes gobiernan; es la respuesta que se escucha dejando entrever los peligrosos rasgos del autoritarismo de antaño.
Los aguafiestas no tienen lugar.