Son en esencia, negocios estrictamente familiares. Surgen muchas veces con una o dos mesas, incluso en el comedor de la casa-habitación. Su esencia desde luego radica en la sazón de un ama de casa, la madre o la abuela, que trae consigo los secretos, pero sobre todo el orgullo y el gusto para la preparación de un platillo emblemático, que alberga, además de un juego de esencias, condimentos y productos de la tierra, un recaudo de historias y una cucharadita de recuerdos de familia.
Con el tiempo ese pequeño negocio de fin de semana, atendido por el esposo, los hijos, los nietos, mientras las señoras están en la cocina, comienza a crecer, a cobrar fama entre los vecinos, que además empiezan a recomendarlo entre sus amigos, familiares, compañeros de trabajo. Así la sala, el comedor, el patio principal y, porqué no, hasta algunas habitaciones empiezan a volverse parte de una creciente cofradía de consumidores de buen pozole: rojo, blanco, que no pique; o incluso del legendario verde estilo Guerrero, que ya amerita, aunque sea a mansalva, la presencia de un generoso mezcal. Ya la gente viene de más lejos, de otras colonias, los cuates de la oficina se organizan para ir al pozole y aquello se convierte en un festín, en un secreto a voces que paulatinamente comienza a institucionalizarse para sumarse a la larga lista de pozolerías de la Ciudad de México.