He pensado en el asunto… En la historia de tres décadas de espera de Sixto Rodríguez, el artista que murió y resucitó. En la historia de Malik Bendjelloul, el realizador que ganó todo a los 36 años y se suicidó meses después. Hay algo entrañable e inquietante en esas dos anécdotas. Todas mis preocupaciones están ahí, revueltas, ambiguas: el significado del talento, el proceso creativo y sus agonías y sus triunfos, el valor y sentido de la obra artística, la compleja relación entre los creadores y el éxito profesional, la decepcionante llegada a las

sugar-man-p1cimas que no esperábamos o que esperábamos de otro modo, el enigmático proceder de la fortuna…

Es, realmente, una historia peculiar. A finales de los sesenta, un hombre talentoso compone canciones, graba dos discos y a nadie parece importarle que sea tan bueno como Bob Dylan. El fracaso, sensación densa e impenetrable, se apodera del artista, le remueve los cimientos, le indica que el mejor camino es la renuncia y más aún si su timidez le impide ofrecer su trabajo con el cinismo desesperado del rockstar en ciernes. Entonces, un buen día, abandona sus intentos, por fin. Después de algunos conciertos insignificantes se dedica a ser un obrero; a tener una familia; a ser pobre.

A este hombre le esperan más de tres décadas de completo anonimato, de tocar en la sala de su casa para nada y para nadie. Su carrera ha terminado en el mismo lugar en donde comenzó. Todo el mundo cree que está muerto, que se suicidó prendiéndose fuego, o algo parecido, durante una presentación en vivo. Pero no. Resulta que por alguna extraña oscilación de la fortuna, los discos de ese artista anónimo llegaron a Sudáfrica y tuvieron un éxito inmenso, miles de copias vendidas. La clase de éxito que cualquier individuo talentoso desea: desinteresado, continuo, legendario, irrepetible. El músico en cuestión, Sixto Rodríguez, nunca supo esto sino hasta finales de los noventa. Y durante algunos meses, en seis conciertos de lleno total, algo se acomodó en la galaxia.

Esta es la historia que narra el documental Searching for Sugar Man, dirigido por Malik Bendjelloul. Se me escapa un poco el sentido profundo de este relato, absurdo, conmovedor y representativo de las batallas diarias que pelean contra el anonimato quienes desean ser reconocidos por su trabajo. Quizá el tema se me dificulta porque suelen ser muy frágiles y problemáticos los argumentos que sostienen el deseo de fama, de reconocimiento.

¿Exactamente por qué alguien quiere ser conocido? Puede ser un lugar común decir “yo no hago mi obra para triunfar o tener éxito o tener dinero o ser recordado”, etcétera. Pero también lo es afirmar lo contrario. En la discusión sobre las razones que nos llevan a hacer lo que hacemos, todas las respuestas siempre me han parecido insatisfactorias.

El deseo de reconocimiento, de obtener un juicio favorable de los otros, es un factor determinante. Pero más allá de esto, yo siempre he querido pensar que el hacer, en sí mismo, implica una realización completa pues se trata de una necesidad vital: según esta teoría idealista, uno no puede evitar escribir, pintar, cantar, hacer una canción, independientemente de lo que pase con el resultado. Y hasta ahí todo bien. La teoría puede funcionar durante un tiempo. Pero cuando el cajón está rebosante de obras sin publicar, sin realizar, aparece el escozor. Es inevitable. Entonces pasan dos cosas:

En primer lugar, que uno quiere que la obra salga mejor cada vez, pues entre mayor sea la experiencia y mayor sea el dominio de las técnicas, mayor será la posibilidad de que ese artefacto llamado obra de arte sea capaz de decir exactamente lo que queremos decir, y gracias a las bondades infinitas de la interpretación, más aún.

Por otro lado, que uno quiere que los demás sepan lo buenos que nos estamos volviendo, porque el heroísmo sin aclamación popular, no es heroísmo.

En este momento, la teoría del anonimato se derrumba. El talento es la historia que nos contamos para justificar lo injustificable; para justificar que hacemos arte porque queremos ser vistos. Acéptelo usted y siga su camino. El deseo de compartir con los otros un buen trabajo no debería avergonzarnos, a menos que no seamos capaces de defenderlo o de plano se trate de un esfuerzo pobre o deshonesto.

El avistamiento público es sólo una parte del proceso creativo, y mientras para muchos representa la culminación y el premio, para otros —quienes sufren de timidez crónica o poca disposición para las relaciones públicas— puede significar depresión, infelicidad, un sentido del absurdo. Fracasar con público es peor que fracasar a solas. Cuidar lo que se desea es básico en un medio impredecible, caprichoso: un día puedes ser un ciudadano anónimo; al siguiente, una estrella,  el ganador de un premio, la primera plana de una revista cultural o de espectáculos.

Así que esto se pone bien absurdo a veces: cuando nos importa el éxito artístico somos incapaces de conseguirlo por méritos propios. Cuando somos capaces de conseguirlo por méritos propios, ya no nos importa el éxito sino la posibilidad de vivir dedicados a lo que nos gusta sin tener que buscar un trabajo apestoso y sin sucumbir a los miles de motivos que quieren hacernos claudicar. Pueden pasar años o días antes de que alguien tenga ganas de reconocernos el trabajo hecho; podemos perdernos en el camino y renunciar cuando nuestro trabajo no ha sido capaz de mover ni una piedra o puede ser justo ese operar en la derrota lo que nos salva y nos conduce hasta una obra mayor. La verdad es que nadie sabe cómo funciona todo esto y eso es pasto de la locura.

Lo peor, quizá, puede ser que el talento, esa fuerza oscura, no aflore nunca. Yo no soy un defensor serio de que existan los diletantes y los profesionales. No creo que haya gente más talentosa que otra, al menos no de origen. Hay artistas empeñosos, disciplinados, que a fuerza de horas de trabajo consiguen pulir el carbón hasta hacerlo cristalino. Han creado el talento en donde no había sino fuerza de voluntad. Hay, en cambio, artistas talentosos, furiosos, deslumbrantes, que son capaces de crear a sus veinte años cosas que parecen de ensueño. El talento parece aquí salido de alguna profundidad misteriosa.

Hasta que se acaba la juventud y el relumbre. Aun ese talento codicioso, que lo devora todo, puede sucumbir ante la vida, la adulación, las drogas o cualquier otro vicio que uno pueda cultivar desde tan corta edad. Y entre un extremo y otro hay tantas posiciones como individuos. Al parecer, en todo caso, lo que importa al final es la obra y lo que ésta sea capaz de hacer cuando empiece a circular. Nadie decide, al final, qué permanece, ni los medios, ni los críticos, ni los reseñistas, ni el sistema capitalista. Y no, tampoco el talento. El talento parece más una función del sujeto, una forma aventajada de acercarse al propio proceso creativo, de comprender sus implicaciones, sus retos, sus influencias, sus necesidades.

El documental sobre Sixto Rodríguez me hace pensar en todo esto. La breve producción de Rodríguez, apenas dos discos, lo hizo todo, en todas las dimensiones: los críticos y especialistas saben que su obra estaba a la altura de los más grandes; el público no sólo escuchó su música sino que la convirtió en himno generacional y en parte de una lucha política efervescente; la gente aprendió las canciones y lo hizo de memoria y de corazón.

Cualquiera desea algo así. No se trata de un éxito creado mediáticamente, no se trata de un individuo a quien le damos la oportunidad porque lo vemos en todas partes y asumimos que algún interés debe tener. Es un logro, al extremo genuino. Una obra que trasciende… sin su autor, a pesar de que éste sigue vivo y no tiene ni idea de lo que ha pasado con su obra.

¿Un final feliz?

El documental tiene un final feliz, hasta cierto punto. ¿El artista pudo cobrar las regalías de esos miles de discos vendidos y tener una vida económicamente digna? La verdad es que no. Alguien más cobró esos cheques. ¿El artista pudo recobrar el tiempo perdido, reconstruir su carrera, grabar un nuevo disco? La verdad es que tampoco. Volvió a Detroit, siguió siendo tan pobre y sólo un poco menos anónimo que antes. Cumplió, es verdad, un deseo de juventud y siguió siendo joven en ese tiempo detenido de las canciones que marcan una época. La espera de algo que nunca llegó o que llegó tarde hizo que Rodríguez recibiera la noticia de su encumbramiento sudafricano con la calma de quien ya no tiene nada que perder y de quien quizá entiende que no importa lo que obtenemos a cambio de nuestro trabajo porque mientras esperamos demasiado de la vida, el tiempo pasa, veloz y amargo, para los que no queremos aceptar que quizá sólo fuimos hechos para leer las historias y no para escribirlas.

El final verdadero de la historia que cuenta la historia de Sixto Rodríguez es menos feliz. El documental que cuenta esta extraña historia ganó el Oscar, el BAFTA y otros premios más el año pasado. Y hace algunos meses, Malik Bendjelloul, el director, se suicidó, según dicen, debido a una depresión profunda.

El documental de Bendjelloul es, de alguna manera, una oda a la perseverancia, un homenaje al artista caído que, pese a todo, con todo en contra, renace y es capaz involucrarse en el devenir. Y, sin embargo, Bendjelloul sucumbió a esa fama repentina. O eso parece, pero cómo saberlo. Dicha fama está bien merecida, sin duda, pero inesperada en una carrera que apenas estaba comenzando. ¿Qué cables se conectaron o se desconectaron en esa cabeza atribulada después de ganarse un Óscar, un BAFTA? ¿Cómo lidiar con la revelación inesperada de que uno puede crear algo de ese tamaño, de esa relevancia, editando en la sala de su casa, haciendo una película con fondos de su propia cuenta de banco?

Es curioso cómo pasan las cosas, qué indescifrables son a veces los hilos de todo. Yo vi el documental, por primera vez, el 12 de mayo y me quedé pensando en todo lo que ya he dejado escrito aquí. Al día siguiente leí la noticia del suicidio de Bendjelloul. Entonces, algo agridulce se me instaló en las ideas.

Después de ver Searching for Sugar Man me había quedado con la sensación de que todo tiene sentido, a veces un poco tardío, un poco retorcido. Después de conocer cómo terminó la vida del director del documental, esa sensación mía de espectador agradecido se mezcló con el desasosiego, con la certeza de que estaba ante uno de esos sucesos de la vida que poseen un mensaje secreto pero que nunca podré asir del todo.

Aún hoy no estoy seguro si lo que quiero decir es que la vida de los artistas y sus obras toman caminos separados y uno no es imagen de la realización del otro, por más que nos empeñemos, y que no hay explicación racional para nada de esto. O tal vez sí. Pero yo me enfrento aquí a uno de esos temas sobre los que podría escribir muchas páginas y al final resultarían inconexas, insatisfactorias.

Al menos ahora, con estas pocas líneas, puedo dejar asentada mi perplejidad, que es siempre una labor loable y de tiempo completo, y también mi admiración por estos sujetos, Rodríguez y Bendjelloul, dos muertos de la fama que lidiaron como mejor pudieron con las contrahechas vueltas de la vida.

Carlos González Muñiz es Escritor, editor y director de La Cifra Editorial