El pasado 22 de septiembre se celebró en distintas partes del mundo el Día Mundial sin Auto, una fecha dedicada a hacer conciencia mundial y local respecto a las implicaciones del uso del automóvil y las alternativas existentes en materia de movilidad. Este día funciona con éxito en algunas ciudades europeas, y en el caso de Colombia, su capital se sumó a la iniciativa mediante un referéndum en el que los bogotanos aprobaron la acción. Nadie circula ese día más que transporte público y vehículos de emergencia.
En el caso mexicano, el Día Mundial sin Auto es una especie de “Día de que los políticos se tomen la foto en el transporte público”. Así ocurrió el pasado lunes, y así sucederá dentro de un año. No descarto que en el futuro alguien también proponga hacer obligatoria la celebración de este día, ya sea por decreto o mediante una consulta pública. Sin embargo, hago la reflexión ¿es esa la ruta?
En este momento el transporte público de la Ciudad de México está completamente rebasado y las decisiones públicas no están generando nueva oferta. Un día sin auto implicaría enormes retrasos en autobuses, Metrobús, Metro. La ventaja es que podríamos tomar las calles como peatones y caminar con comodidad en vez de limitarnos a nuestras paupérrimas banquetas.
Sin embargo, estoy pensando en una iniciativa distinta a un “día sin auto”: un día de circulación a baja velocidad. Todos los vehículos, por decreto o por consulta pública, circulando a una velocidad máxima de 30 kilómetros por hora. Todos los radares que se puedan conseguir, propios, prestados o rentados, dedicados a detectar vehículos infractores. Multas por exceso, por supuesto. Día 30, todos a 30. ¿Qué pasaría?
La respuesta a un “Día Todos a 30” sería muy distinta de como la imaginan la mayoría de los lectores de este espacio: a baja velocidad hay menos congestionamientos, porque es mucho más fácil gestionar espacio a velocidades menores, que con cambios abruptos de velocidad. Lo que sucede normalmente en la ciudad es que al amanecer la velocidad es “libre” y conforme se saturan las calles, esos ciento y tantos kilómetros del Periférico se traducen en sólo 10, esos ochenta y tantos de los ejes viales desaparecen, y al final tenemos “infiernos chiquitos”.
“Día Todos a 30” puede significar un día sin muertes por accidentes de tránsito, puede significar un día de sonrisas en vez de bilis. Si el promedio de velocidad en la ciudad es cercano a los 15 km/h, “todos a 30” no alterará los promedios. El día 30 de cualquier mes, todos circulemos a 30. Si funciona (mayor o igual velocidad promedio, menos accidentes, menos contaminación, entre otros parámetros), podemos repetirlo el siguiente mes. Si sigue funcionando deberemos replantearnos las velocidades en esta ciudad.
México se ha acostumbrado a la muerte en las calles. Miles de personas dejan su vida en el pavimento. La velocidad y el alcohol son factores constantes, donde no está uno, está el otro, o están ambos. El Distrito Federal ha avanzado mucho con su test de alcoholemia, pero ahora hay que empezar a pensar en reducir las velocidades máximas. Insisto, reducir las velocidades máximas no altera de manera significativa los tiempos promedio, y puede, paradójicamente, conducirnos a una mejora en tales tiempos por una mejor gestión del espacio en los cuellos de botella.
En la Ciudad de México no se estrellan dos aviones de dos pisos cada año, pero sí hay suficientes accidentes como para matar tanta gente como dos Airbus A380 llenos. “Todos a 30” nos debe conducir a hacer conciencia sobre la vida humana. Auto y muerte no son sinónimos.
“Todos a 30” puede salvar varias vidas por cada día que se aplique, cientos si el DF decide una política de velocidad similar a las de ciudades europeas (máximo 50 km/h en vías primarias), miles, si todo el país se une a ella. Pero mi propuesta tiene un inconveniente. No es fotogénica. Es más fotogénica la imagen de un político en el Metro, una vez al año.