No son pocos los deportistas que han pasado de villanos a héroes: esos que parecían carecer de elementos para triunfar y finalmente lo hicieron de manera sorpresiva.
Sin embargo, el caso de Miguel Layún supera a la mayoría de los que puedan enumerarse. En épocas de redes sociales y de asumir el verbo inglés bullying como propio, este defensa cordobés era blanco perfecto para todo menos el elogio o el reconocimiento: burlas, exageraciones, descalificaciones, insultos.
Su cruz era grande y por demás injusta, resumida en esa frase que hoy le sirve de slogan, “Todo es culpa de Layún”, con la que él, estoico y fuerte de espíritu, llegó a bromear. Reírse de sí mismo era reírse de los demás o, como dijera Nietzsche: “¡Ánimo! ¡Qué importa! ¡Cuántas cosas son posibles aún! Aprended a reíros de vosotros mismos como hay que reír”.
Por entonces parecía insospechable que estuviera a meses de ser titular en un Mundial y capitán del club América: si se le ponchaba la llanta, si padecía alguna dificultad, el lateral asumía en redes sociales que era “culpa de Layún”, así como numerosos twitteros podían atribuirle desastres naturales o corruptelas políticas: todo lo negativo era su culpa, fuera en el desempeño de las Águilas y más allá de él.
Al margen de hashtags y críticas permanentes, una serie de preguntas rebotaban: ¿cómo había sido fichado a los veintiún años por un equipo italiano como el Atalanta? ¿Cómo había podido contratarlo un grande como el América? ¿Cómo continuaba recibiendo minutos? ¿Cómo lo llevaron a ese Tricolor B que participó en la Copa de Oro 2013? ¿Cómo se atrevía a seguir en una actividad que le manifestaba semejante repudio?
Su carrera iba en ascenso, aunque necesitaba de un punto de coyuntura irrebatible. Ese instante emergió en la final contra Cruz Azul disputada apenas 16 meses atrás (sólo 16 meses, que su purgatorio fue de años y la consagración estalló en semanas). Llegada la decisiva tanda de penales, le tocó cobrar el que podía suponer la corona americanista (o el desastre –y pienso que entonces sí el jamás levantarse). El estadio azteca murmulló incrédulo. Layún sostuvo el balón sereno. Avanzó al encuentro con el balón, resbaló ligeramente en ese césped de noche de diluvio capitalino, impactó sólido, casi cayó al piso, incrustó la pelota en la portería cementera. El título era su culpa. Otra historia comenzaba.
Desde entonces, reconvertido en ídolo, ha mantenido un crecimiento permanente. Rápido, inteligente, sacrificado, carismático, Layún nos ha culpado a todos a quienes alguna vez osamos culparlo (que, valga la redundancia, somos prácticamente todos). Nos ha culpado por ser tan prontos en nuestros juicios, nos ha culpado por no conceder el beneficio de la duda, nos ha culpado por convertir en diversión dominical el hostigar a un profesional, nos ha culpado por criticar en vez de analizar lo que hacemos mal, nos ha culpado y lo ha hecho a su manera: la risa.
Previo al partido del viernes, el director técnico del Santos, Pedro Caixinha, había repartido culpas entre numerosos árbitros por beneficiar al América. Acaso no intuyó que la simple mención de esa palabra, era arenga precisa para un hombre. El defensa Layún, invitado al festival de la culpabilidad en la Comarca Lagunera, anotó cuatro goles.
Todo ha sido su culpa, empezando por una tenacidad a prueba de balas, como lo es el bullying en esta época de redes sociales y de descalificaciones como alternativa al ocio. Es su culpa y de nadie más, porque así como convenció al Atalanta de llevárselo y a cada uno de sus entrenadores de ponerlo, se ocupó de convencer a todo el país. Es su culpa y es su mérito. Un mérito para inspirar a todo aquel al que el panorama le pinta mal. Culpa de Layún… y del paranoico Caixinha por invocar culpables, cuando el culpable favorito de nuestra cultura de medios, era su visita. Presunto culpable, mundialista y capitán.
Es verdad: “¡Cuántas cosas son posibles aún! Aprended a reíros de vosotros mismos como hay que reír”.