En la época de mayor producción informativa la escasez de información parece ser el objetivo de los gobiernos. Suena a contradicción, sin embargo, la presión de Google terminará por reventar los nodos-diques de contención. Las externalidades de Google las iremos conociendo conforme se reduzca la brecha entre los acontecimientos reales y sucesos virtuales.

 

No hay acuerdos sobre los adjetivos lanzados hacia Edward Snowden pero sí hay un mercado latente en espera de las nuevas entregas fotográficas sobre Jeniffer Lawrence; no hay acuerdo si encarcelarlo o elevarlo sobre un pedestal porque en la naturaleza lúdica de internet no existen las prisiones.

 

Si el ideal político del mundo tangible es la democracia, en el virtual es la anarquía. Lo sabemos pero no queremos reconocer.

 

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Al mismo tiempo en que de la diplomacia Chanel surge Emma Watson para dictar el rol de la mujer en épocas del Estado Islámico, un grupo de hackers la amenaza con bajar de la nube sus planos arquitectónicos corporales, o si se prefiere, su rostro estético, que bien podría posar en cualquier cuadro del Louvre.

 

Es un juego de oferta y demanda. Es el mercado de la anarquía. Y entre la democracia supuestamente real y la anarquía supuestamente virtual, surgen múltiples inconsistencias al dictar juicio en contra de los hackers.

 

La naturaleza de Google muta cada 24 horas. Nació como buscador. Hoy es un depredador en el mejor sentido de la palabra, que es poco. Aunque su verdadero pulmón es el publicitario. No, mejor digamos que devora información y se convierte en un foco permanente de atención de espías de la Agencia Nacional de Seguridad (NSA).

 

Quizá la mejor definición es que escanea nuestras huellas… ¿o el cerebro? ¿Tiene el potencial de ingresar al cerebro humano para dictar deseos y necesidades? De ser así, lo mejor es dar un carpetazo a las teorías conductistas, situacionistas o facebookeras. La polisemia de Google radica en su futuro. Sabemos del no presente gracias a Google: su proyecto biotecnológico Calico no recurrirá a las cremas antiarrugas para evitar el envejecimiento. Algo hará. No lo sabemos. Pero lo hará.

 

Las expectativas que han generado sus lentes exime a Google de habernos “visto” la cara el día en que observamos a su cochecito-robot pasar frente a nuestra casa. “¡Qué maravilla!”, exclamamos. “Parece que nos encontramos en la Luna”, concluimos al verlo modelar. ¿Street view? Claro. En la pantalla de la computadora observamos nuestras calles en múltiples dimensiones, es decir, nos vimos pero a qué costo. Barato. El cochecito de Google extrajo información de nuestras computadoras viéndonos sonreír.

 

Sabemos que de Google surgen leyes todos los días: la del derecho al olvido quizá se origine en la última etapa en que el ser humano pueda controlar a la máquina. ¿Para qué olvidar si la publicidad siempre es mejor?, nos diría un progre de Silicon Valley. De las profecías de Google rescato una: “Ser o no ser del mainstream”.

 

¿Y para cuándo el Nobel de Google otorgado necesariamente desde Silicon Valley? Estocolmo, Oslo y Silicon Valley.

 

Así ya podemos comprender la dificultad de revelar el verdadero estatus legal de Edward Snowden.

 

Pocos años atrás Hillary Clinton (siendo secretaria de Estado) se maravilló al ver que internet potencia los grados de libertad humana, pero al leer los despachos diplomáticos que colocó Julian Assange en WikiLeaks no volvió a mencionar nada sobre el tema.

 

El viernes, sabremos que el Nobel de la Paz lo ganará el papa Francisco. Sería incorrecto colgarle la medalla a Snowden, sobre todo, cinco años después de que Obama lo ganara.

 

La contribución no es Snowden; el efecto marginal de los documentos revelados por el personaje tiene como destino la racionalidad humana.

 

Si Colin Powell fracasó porque mintió ante el Consejo de Seguridad de la ONU (como secretario de Defensa) en sus demostraciones sobre armamento químico de destrucción masiva en manos de Sadam Husein, James Clapper, director de Inteligencia Nacional, hizo lo propio porque también mintió (frente al Senado) el pasado 12 de marzo de 2013 en el momento en el que el congresista Ron Widen le preguntó si la NSA recoge millones de datos (big data) a través de diversos programas. “No, señor”, dijo Clapper.

 

Efecto marginal que nos permite racionalizar lo que parecía una emoción perenne que detonaba Facebook, Twitter, Google y un largo etcétera de atmósferas estéticamente lúdicas.

 

Cómo ocultar el deseo de ver inmortalizada la sonrisa enigmática de Emma Watson en el Louvre porque la de la Mona Lisa ya no forma parte del mainstream.