En la era de la tecnología la imagen es la estrategia. La de Gaza, destruida; la de Bachar al Asad, ensangrentada; la de Obama, carcomida por el caso del espionaje de la NSA; la de Cristina Fernández de Kirchner, empantanada en la corrupción.

 

El índice de ventas de imagen es mayor que las descargas de iTunes. Lo sabe Miley Cyrus, quien utiliza la fórmula original, no de la Coca-Cola, sino la de MTV. El concepto estratégico de Emma Watson se adhiere más a la UNESCO que a Hollywood, síntoma de un triunfo en el nombre de marca de la actriz del mundo de la fantasía, lo mismo que Harry Potter y que la aún más fantástica The Bling Ring.

 

Llegó el momento en el que la estética se consagra como la suprarreligión con el mayor número de adeptos que casi todos derivan en el fanatismo. De la imagen bíblica a la biblia de imágenes. Así, el Estado Islámico emite a través de las redes sociales videos en los que uno de sus soldados con acento británico degüella al secuestrado en turno, lo mismo estadunidense que francés o británico. No se trata de aviones no tripulados, es la guerra tripulada en la imagen vehiculizada por los habitantes de un califato que insisten en construir su basílica en lo que quede de Irak y Siria, y en una de esas, en Turquía.

 

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Desde 2001, la marca Osama bin Laden ha mutado de acuerdo con las atmósferas mediáticas. Su imagen vive a pesar de que la biología muestre lo contrario. La expresión de Hillary Clinton en el momento en el que miembros del Grupo de Desarrollo de Guerra Naval especial de los Estados Unidos (unidad élite de los SEAL) lo mataban, demuestra el valor de la imagen de marca de Bin Laden.

 

Las imágenes de José Luis Abarca y su pareja, María de los Ángeles Pineda, abrevan de la de Osama. No se trata de la huida de Nicholas Brody en la serie de televisión Homeland la que emula la pareja de marras. El testimonio desgarrador de Nicolás Mendoza al periódico El País (13 de octubre, “La pareja que bailaba entre los muertos”) esboza las imágenes de la pareja como si se trataran de las de miembros de un califato fuera de mundo: “¡Ya que tanto estás chingando, me voy a dar el gusto de matarte!”, dijo Abarca al ingeniero Arturo Hernández Cardona, segundos después de secuestrarlo el 31 de mayo de 2013. Al pasar de los meses la imagen de Iguala era traducida como “descompuesta” a nivel estatal. Como muchas otras ciudades del país.

 

La inmunidad política es una especie de pararrayos. Las palabras son fronteras semánticas. Así como el narcotráfico se vincula con la ilegalidad, la palabra política no se desprende aun del concepto griego original. En Latinoamérica sabemos que las palabras dejaron de reflejar sus raíces etimológicas. Ya no. El mejor ejemplo son los cientos de periódicos e informativos de televisión y radio mexicanos porque simplemente dejaron de reflejar sucesos susceptibles a la crítica.

 

Desde las oficinas de la Presidencia de México, cuatro días después de la desaparición forzada de 43 estudiantes en Iguala, se dio la orden de revelar lo revelable para impedir que se asocie la imagen del Presidente con la imagen de Iguala. La realidad es que la imagen de México en el mundo durante los últimos ocho años ha estado asociada a un conflicto bélico sobre el terreno del narcotráfico donde las estrategias de comunicación se han dirigido a dividir los bandos como si fueran binomios: buenos contra malos.

 

El caso de Iguala comprueba que los buenos no eran tan buenos: que la frontera semántica de la palabra “política” se ha desvanecido. Semióticamente, la imagen país México está brumosa. Diversificar o no al país: ¿Muchos Méxicos? Los acarreados del gobernador de Guerrero Ángel Aguirre lo certifican: “No estás solo, no estás solo”. Esa imagen repugnante le da la vuelta al mundo. Define al político, por lo menos, como un ser indolente.

 

Hizo bien Luis Videgaray al decir que los hechos de Ayotzinapa extrapolan su imagen a la marca país: “Por supuesto, hechos tan graves como éste pueden tener un efecto sobre la percepción del país, en general en la comunidad económica, en la comunidad de inversionistas”. Al deconstruir las palabras brotan varias lógicas: la primera, el conjunto de palabras pertenece a una atmósfera propia de un secretario de Hacienda (quedan ausentes los lenguajes propios de las secretarias de Desarrollo Social y Gobernación, por ejemplo). Sin embargo, las palabras de Videgaray refrescan la idea de que para preservar una buena imagen de marca es necesario no esconder la verdad.