Si los estrategas gubernamentales no aciertan en diagnosticar y caracterizar la crisis política que ahoga a Guerrero, Michoacán y el Politécnico, entonces los indicios de ingobernabilidad estarán reproduciendo los escenarios del pasado reciente.

 

El país entró en una zona de crisis permanente a partir de 1968 como un año de estallamiento de una crisis social de modernidad. Las crisis de 1993-1994 y ahora la de 2014 también responden a la misma caracterización.

 

En medio de este largo periodo de casi 50 años, el país ha tenido tres fases de modernización productiva sin modernización política e institucional: el desarrollo estabilizador de López Mateos y Díaz Ordaz, la globalización de Salinas de Gortari 1990-1993 y las reformas estructurales del presidente Peña Nieto.

 

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Ante la nueva dinámica social y política de aperturas económicas, el sistema político priista se cerró y se negó a modernizarse y la izquierda tampoco supo leer las contradicciones del régimen. Por eso la alternancia en la Presidencia de la República se dio hacia el PAN: una forma de cambiar sin ruptura; sin embargo, el PAN entró en un túnel del hedonismo del poder y la falta de un nuevo modelo de desarrollo.

 

Las fases de reorganización social y política derivadas de las modernizaciones exigían ajustes -como mínimo- en las relaciones sociales y políticas, porque nuevas fuerzas sociales, productivas, intelectuales militantes e históricas se liberaron sin tener cauces de participación: los estudiantes e intelectuales en 1968, la disputa por el poder en 1993-1994 y el crimen organizado articulado al poder político en el 2014. Las élites del sistema político desdeñaron los desajustes en las relaciones sociales y han pagado su error con crisis de gobernabilidad.

 

La salida que exigían las crisis sociales estaba en la democratización, pero PRI y partidos de oposición -leal y de ruptura- no vieron más allá de sus espacios mezquinos de poder. En el modelo Gorbachov, México asistió a tres etapas de perestroika sin glasnost: reorganización productiva sin democratización; o en una salinastroika sin priisnot. La transición democrática quedó sólo en reestructuración productiva, pero con crisis sociales derivadas justamente de la arterioesclerosis institucional.

 

En el caso de Guerrero se observa nuevamente la ceguera sistémica: unos quieren que se vaya Ángel Aguirre y otros quieren reprimir a los estudiantes, pero luego del 68 y del 93 nadie está pensando en la gran reforma de las instituciones, las leyes y los protocolos políticos para distensionar el sistema desde dentro del sistema.

 

La institucionalización del PRD ayudó a sacar las reformas pero llevó a ese partido -el único formalmente que representaría a un sector de la izquierda- a quedar inservible como canal de transmisión de las protestas radicales. Ese PRD institucionalizado fue el que reprimió -como antes el viejo PRI- a los estudiantes en Guerrero, regresando la política al 68 de Díaz Ordaz y Echeverría.

 

Las tres grandes modernizaciones de mediados del siglo pasado a la fecha quedaron, además, sin posibilidades de reorganización productiva porque arrastraron los autoritarismos corporativos del pasado; al contrario, han ido acumulando tensiones políticas sin soluciones y por tanto creando ollas permanentes de presión.

 

El activismo social, el radicalismo político y la violencia criminal son producto de las contradicciones del viejo régimen priista y las nuevas fuerzas sociales y delincuenciales articuladas a sectores políticos que buscan dominación. Y se requiere de enfoque político para dominarlas, no represiones.

 

Al final, la salida estaría en un pacto para pasar la transición que se alcanzó en el 2000 hacia la instauración democrática de un nuevo régimen.