No hace falta reiterar la estratosférica dimensión de Cristiano Ronaldo y Lionel Messi, de sus cifras, de sus récords, de sus alcances, de sus futboles. Están en otro nivel y no estrictamente si se les compara con sus contemporáneos, sino acaso en relación con toda la historia de este deporte.

 

Sí lo hace, referirnos a lo malcriados y difíciles de gestionar que ambos pueden resultar. En paralelo al torneo que disputan encabezando a sus respectivos equipos, ellos juegan uno más consigo mismos. A una semana del clásico Real Madrid-Barcelona, misma que viene precedida del ajetreo de actividad con selecciones nacionales (Cristiano rescató a Portugal en Dinamarca; Messi hizo caja para Argentina en amistosos en China) y que tendrá cotejos de Champions League entre martes y miércoles, ellos no están dispuestos a sacrificar minutos de juego.

 

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No importa que sus choques ya luzcan resueltos por goleada, mucho menos que todo manual del entrenador europeo moderno indique la imperiosa necesidad de realizar rotaciones: ellos tienen que estar noventa minutos en la cancha.

 

Una imagen que se presta para diferentes niveles de interpretación, muestra al técnico blaugrana, Luis Enrique, pidiendo a Messi que acepte salir, a lo que por las buenas o por las caprichosas (según cuál edición tomemos por cierta: la catalana o la madrileña), el rosarino se niega. Más allá de si lo hizo en tono de desplante o de conciliación, queda claro quién manda en ese sentido: él, y no quien cobra para mandar.

 

Algo similar pudo darse con Cristiano Ronaldo hacia el final de la temporada pasada, cuando forzó su imponente maquinaria muscular y terminó pagándolo (su Mundial no habría tenido tan triste desenlace si hubiera dosificado esfuerzos: a Brasil llegó casi en muletas).

 

Madrid y Barça son felices al sacar partido del espíritu elevadísimamente competitivo de sus respectivos estandartes: mientras que muchas estrellas en la historia eran las que suplicaban ser administradas y no arriesgadas, ellos exigen evitar que se escatime en sus ritmos de juego.

 

Sir Alex Ferguson, genio del liderazgo futbolero contemporáneo, insiste en su autobiografía que eso no puede suceder. Wayne Rooney nunca ha estado cerca del nivel de Messi o Cristiano, pero sí es ha sido el máximo crack del Manchester United en la última década, lo cual no le bastó para evitar ser castigado cuando osó meterse en los terrenos de su jefe. El mismo Cristiano agradecerá por siempre haber sido dirigido por Ferguson, quien lo dotó de estructuras, de disciplina, de sentido de la responsabilidad.

 

Muy pronto Messi será el máximo anotador en la historia de la liga española y Cristiano no tardará en serlo del Real Madrid, aunque esas marcas no pueden desviar la atención de causas prioritarias: que los grandes están por disputarse buena parte de la liga y el concurso de sus genios les es indispensable.

 

Suena muy romántico aquello de “siempre quieren jugar”, es una especie de regreso a la niñez y de los valores iniciales de este deporte. Pero con tanto en juego, necesita haber un límite o, de lo contrario, es el cuerpo mismo el que lo ha de imponer.

 

Ahí van acumulando récords, porque sus dimensiones futbolísticas están concebidas para deglutir marcas. Han de recordar que detrás de cada cifra rebasada, existe una necesidad mayor: no que su club gane por cuatro en cada jornada y ellos se inscriban más alto en el Monte Olimpo, sino que su equipo disponga de su talento a lo largo de un extenuante año.

 

 

 

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