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Sus ojos color oliva resaltan entre arrugados parpados al contorno de la vaporosa luz de las cinco de la tarde, y se tornan en un verde jade cuando describe lo que el ajedrez fue, es y será en su vida. Jiménez, como lo llaman sus amigos, es uno de los muchos ajedrecistas que se pasan las tardes en una batalla intelectual sobre el tablero, frente al Museo Mural Diego Rivera, en la esquina de Balderas y Colón, en el centro histórico de la ciudad de México.

 

 

Las piernas cruzadas y las miradas se clavan en tableros de cartón o madera —para los más afortunados— bajo piezas que parecen un batallón medieval parchado en distintos tonos de negro o blanco. Las jardineras cuadradas y descuidadas sirven como mesas y a la vez como sillas para los maestros, ingenieros, estudiantes, jubilados, un psicólogo y escritor, desempleados desde hace ocho años, godínez y hasta un matemático que presume orgulloso a su compadre la tarjeta del INAPAM que hace algunos días le han entregado.

 

 

Y mientras las partidas toman su ritmo, y el sol cae pleno sobre las cabezas blancas o los sombreros de mimbre, es fácil recordar lo apuntado por Borges aludiendo al juego ciencia: “El tablero los demora hasta el alba en su severo ámbito en que se odian dos colores”. Las manos se mueven lentas, pero según Jiménez, lo más importante en el ajedrez es “mirar más allá, con profundidad. Hay que tener creatividad, hay que tener visión, hay que leer mucho sobre estrategia. Porque hay más libros de ajedrez que de cualquier otro deporte”.

 

 

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