Llamó la atención el viernes pasado que el Banco de México haya lanzado una inusual alerta sobre la potencial contaminación a la economía por la situación política y social que vive el país.
Generalmente, los funcionarios de la Junta de Gobierno del banco central son precavidos con las opiniones que emiten sobre los riesgos presentes y futuros que penden sobre la economía. Saben que sus opiniones son leídas con atención por los analistas e inversionistas para descifrar sus futuras decisiones sobre la dirección de la política monetaria y, particularmente, de las tasas de interés.
Pero cuando se trata de emitir opiniones sobre los riesgos que enfrenta la economía por razones políticas o sociales, la precaución en la opinión de los miembros de la Junta es mucho mayor. Ya en el pasado reciente hubo desencuentros entre el Ejecutivo y el gobernador del banco central, como ocurrió entre Ortiz y Calderón, que se hicieron públicos por el manejo de la política monetaria y la postura, en general, de la política económica en coyunturas particulares.
Sin embargo, el gobernador Agustín Carstens mantuvo una buena relación con Felipe Calderón y con su gabinete, y ahora también ha sido el caso con el presidente Enrique Peña Nieto y con su secretario de Hacienda, Luis Videgaray. Muestra de ello es que el subsecretario de Hacienda, Fernando Aportela, participa regularmente en las reuniones de la Junta de Gobierno del Banxico en calidad de observador. Así que la relación no sólo es frecuente y de amplia coordinación por lo que se puede observar, sino, incluso, sumamente cordial.
Por eso llamó la atención la advertencia hecha el viernes en el Anuncio de Política Monetaria publicado por el Banco de México y que apunta hacia hechos recientes -como la matanza en Tlatlaya o la desaparición de normalistas en Iguala- en los que el gobierno federal está directamente implicado y de los que es responsable de su desenlace.
Dijo el banco central al analizar el balance de riesgos que enfrenta la inflación: “Si bien existen riesgos al alza para la trayectoria de la inflación, como la posibilidad de una mayor depreciación cambiaria a raíz de la volatilidad en los mercados financieros internacionales y de aumentos en los salarios mínimos superiores a la inflación y al incremento en la productividad esperados, también los hay a la baja, como disminuciones adicionales en los precios de servicios de telecomunicaciones y la posibilidad de una evolución de la actividad económica menos dinámica que la prevista en caso de que los recientes acontecimientos sociales en el país afecten las expectativas de los agentes económicos” (el énfasis con negritas es mío)
Como bien apuntó Jonathan Heath el mismo viernes en su blog de ‘Arena Pública’: “Lo sorprendente no fue la consideración de este factor en sí, sino más bien la admisión explícita de una situación política/social potencialmente explosiva”. Cuestión que -como también agrega Heath- “en el pasado, una declaración similar hubiera causado una masiva salida de capitales y una segura devaluación”.
Pero con todo -y a pesar de que ahora no se espera una salida de capitales por sucesos de naturaleza política como ocurrió en 2004- es preocupante la sola admisión pública del banco central de que casos como los ocurridos en Tlatlaya o en Iguala -además de las múltiples manifestaciones sociales, incluyendo a los movimientos estudiantiles, de rechazo recientemente ocurridos- representan un riesgo manifiesto para la confianza de los inversionistas en la marcha económica futura.
Y lo es, porque en la declaración del banco central hay una admisión implícita de la gravedad de los hechos, de sus efectos sociales y políticos, de la inoperancia e incompetencia para resolverlos y, por lo tanto, de que éstos pudieran trascender los efectos positivos esperados por la implementación de las reformas.
La advertencia del Banco de México es grave.