Ayer el presidente Enrique Peña Nieto cambió hábilmente la conversación. Asumió -incluyéndose- que “todos somos Ayotzinapa”. Una tragedia provocada por el crimen organizado y alentada tanto por la debilidad institucional de los municipios como por la pobreza y la desigualdad extendida entre la población de ese otro México, el de Guerrero, Oaxaca y Chiapas.

 

Ese fue el diagnóstico presidencial para lanzar sus 10 acciones para construir “un pleno Estado de derecho”.

 

Peña Nieto modificó la conversación para cambiar del lugar en donde está parado. En su discurso se pasó del lugar de los acusados, en el que las exigencias y manifestaciones ciudadanas lo habían colocado en las últimas semanas, al lugar de los agraviados que exigen seguridad y justicia, pero también al lugar del “liberador” de estos males que hoy afectan a la patria. Cambió la conversación de acusado a pretendido líder.

 

“Por ello, como un mexicano más, me sumo al clamor ciudadano que exige justicia, y como Presidente de la República, y dejo de manera muy enfática, asumo la responsabilidad de encabezar todos los esfuerzos necesarios para liberar a México de la criminalidad, para combatir la corrupción y la impunidad”, dijo en su mensaje.

 

Por ello es que nunca hubo una alusión, un dejo siquiera, a cualquier autocrítica sobre la actuación de su gobierno, de asumir alguna responsabilidad por las decisiones de políticas públicas implementadas en estos dos años de gobierno, de reconocer el cáncer de la corrupción que corroe al sector público del país del que forma parte y, mucho menos, algún señalamiento o respuesta a las graves imputaciones personales que se le han hecho públicamente en los días recientes por presunto tráfico de influencias.

 

No hay crisis en el gobierno, hay agravios que vienen de fuera del gobierno y debilidades históricas que hay que combatir con un paquete de leyes que deberá aprobar el Congreso, con mayor concentración del poder político y administrativo en manos de la Federación, y con más gasto público dirigido a las zonas más pobres del país. Ese fue el mensaje presidencial.

 

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Prometió que habrá más leyes en materia de seguridad para hacer cumplir leyes que ahora no se cumplen. Anunció que ahora se experimentará con nuevas policías estatales para eliminar las municipales existentes, aunque los graves problemas que enfrentan los municipios seguirán allí. Habrá un número 911 único para reportar los asuntos de la inseguridad pública y, ahora sí, se prometió que los mexicanos tendrán una clave única de identidad, un programa que ha fracaso en el pasado (recuérdese la CURP) precisamente por la ineficiencia y corrupción imperante en el sector público que vende al mejor postor los datos de identidad de los mexicanos. Apoyará la entrada en vigor de los juicios orales en todo el país y prometió para el próximo año la presentación de una agenda de reformas para mejorar la justicia cotidiana.

 

En materia de combate a la corrupción rescató lo que ya discute desde hace tiempo el Congreso y que aún no logra ponerse de acuerdo por los “repartos” políticos: Más atribuciones a la Auditoría Superior de la Federación, una fiscalía anticorrupción nombrada por el Senado, una ley reglamentaria en materia de transparencia, y reformas a la ley de obras públicas y servicios que dotarían de mecanismos de supervisión y auditoría durante la contratación y ejecución de las obras públicas; así como el endurecimiento de las sanciones a los infractores.

 

En fin. Que si bien la circunstancia obligó al Presidente a ofrecer avances referidos a los derechos humanos y a la corrupción, los anuncios que ayer hizo son claramente insuficientes y no atacan la raíz de los problemas.

 

La estrategia presidencial de cambiar la conversación y de colocarse discursivamente en el lugar de los ciudadanos, no le dará resultados positivos para contrarrestar la pérdida de credibilidad y de legitimidad que ha sufrido. Se vio a un Presidente distante de los ciudadanos, insensible a lo que está ocurriendo, e indispuesto a reconocer errores e iniciar cambios de fondo comenzando por su propio gobierno.

 

Las medidas tendrán que entrar a la “licuadora” de la ejecución que ha sido el talón de Aquiles de su gobierno, además de que no se conocen los costos económicos adicionales que implicarán para un presupuesto ya elevado.