Se dirá que es el punto de inflexión, se dirá que esta coyuntura lo cambia todo, se dirá que no hay punto de retorno tras este nuevo asesinato de un aficionado en un partido de futbol.
Se dirá, tal como se dice que se acabó para siempre la corrupción cuando se sorprende al vendido más solapado, y como se dice que se acabó la impunidad al sorprenderse al criminal más descarado, y como se dice que se acabó la injusticia al comprobarse al detenido más arbitrario.
Se dice y en el tiempo que se pierde haciéndolo, se sabe que el terreno futbolístico está cultivado para hacer brotar más sangre. De tal forma que seremos ilusos (por no decir, ineptos) al creer la versión de las autoridades que garantizan que tras este nuevo y enésimo desastre, todo se modificará, que ya aprendimos, que la lección –por ósmosis, por inspiración, por iluminación divina– al fin nos ha llegado.
¿Por qué ahora sí y antes no? Porque ese es el discurso, porque eso es lo más cómodo para todos, porque eso nos conviene a quienes en algún grado somos cómplices: equipos, jugadores, federativos, patrocinadores, periodistas, aficionados, padres de familia, sistemas de educación, políticos, intereses en general.
La realidad es que no hace falta ser cínicos ni pragmáticos para reconocerlo: sucederá pronto y otra vez. ¿En España? ¿En Argentina? ¿En México? Qué pena admitirlo, pero el lugar es lo de menos. Los humores sociales están tensos no sólo en nuestro país, tal como el futbol está muy manipulado acá y mucho más allá de nuestras fronteras.
A eso se añade la regresión a un estado pre-civilizado que implican las tribus futboleras, más nacionalismos, regionalismos, complejos en el consciente e inconsciente colectivo, paranoias personales, crisis económicas, barras politizadas (¿Izquierda o derecha? La misma mierda, no es nuevo que los polos sean idénticos). Y mucha irresponsabilidad: en las declaraciones, en las esquizofrenias como justificación permanente al fracaso propio, en las retóricas bélicas, en el solapar tanta agresión verbal, en el saber quiénes son más proclives a propiciar actos violentos y, no obstante, dejarlos ser, dejarlos entrar, dejarlos insultar, dejarlos crecer, incluso financiarlos y “capacitarlos”.
Golpear a una persona y luego arrojarla al río, como si en la Bosnia de los noventa o el Afganistán de la actualidad. ¿Barbarie? No. Estupidez en la peor de sus formas, sobre todo porque a nadie sorprende, ya que no ha sido ni remotamente inesperado: es lo que hay en esos grupos de supuesta animación futbolera, es lo que incubamos en la sociedad, es lo que fomentamos de una forma u otra –y por favor no perdamos el tiempo echando la culpa al futbol: si algo así pasa, es porque mucho está podrido más allá del deporte.
Es momento de tomar medidas genuinas en todo el mundo, en todas las ligas, en todos los equipos, en todos los estadios. Lo que pasó en Madrid ha acontecido en todos los sitios y no tiene que volver a suscitarse.
Se dirán muchas cosas, como que eso no es futbol, como que esos no son aficionados, como que la culpa es de tal o cual, como que es la gota que derrama para siempre el vaso. Y entre más se diga más se admitirá en el fondo de nuestras realistas (y no pesimistas) conciencias: volverá a suceder. Porque sí. Porque no hacemos nada en otro sentido. Porque las barras o los ultras cantan muy bonito, porque apoyan incondicionalmente, porque colocan mosaicos en la grada, como si esa nimiedad tuviera la más mínima relevancia.