Las paredes blancas, cada cuarto custodiado desde la puerta con cerrojos de seguridad, los internos con batas que atan sus brazos alrededor del cuerpo, y los pabellones alineados con pequeñas ventanas obstruidas con rejillas —como en las películas o como en la mayoría de los hospitales psiquiátricos— desaparecen… al menos en esta ocasión.
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La entrada de lo que antes, cuando en el Porfiriato y la Revolución, fue una hacienda, dirige al patio que parece el de una escuela, con los salones pintados y en forma de pequeñas villas. Cada uno con su color y su nombre de flor: verde, naranja, violeta, azul; crisantemos, azucenas, rosas…
Es mediodía y en el Hospital Villa Ocaranza los patios lucen despoblados al igual que los diferentes dormitorios. El ambiente es como una pausa que se conjuga con la parsimoniosa esencia de la mañana que casi acaba. En esta ocasión todo parece más “normal” de lo que se esperaba.
Ante la ausencia de sus huéspedes —mujeres y hombres que rondan en promedio los 50 años de edad— las puertas de los dormitorios dan la impresión de resguardar sueños y pesadillas de niños de preescolar. Los dibujos animados y coloreados tapizan y decoran la entrada, como lo hiciera un chico de 5 años.
Afuera, se encuentra el acceso al centro de enseñanza donde algunos tejen, colorean, recortan o hacen bolitas de papel maché que después pegan con suma concentración. En una de esas mesas se encuentra un adulto que sostiene perfectamente un lápiz sobre una hoja en blanco; posee estudios de licenciatura, pero eso definitivamente no fue un requisito para evitar que la esquizofrenia lo comiera. “Puede aparecer por cuestiones genéticas y por el ambiente en que se vive”, comenta la doctora Karina Sánchez, encargada del centro de enseñanza y de acompañarnos en esta ocasión.
En otra mesa se cortan tiras de papel china, morado, naranja y negro. Festividades como la del Día de Muertos se llevan a cabo no sólo como actividad social sino como algo que les ayuda a situar su perspectiva del tiempo.
Los 109 internos del Hospital Villa Ocaranza, en Tolcayuca, Hidalgo, son residentes de tiempo completo. Muchos de ellos han estado internados desde niños (pese a que es la peor idea); otros llegaron solos o fueron abandonados, pero todos conforman el último grupo de pacientes que será atendido en este hospital, pese a la luz o a la oscuridad, aquí morirán y velarán a sus compañeros como después lo harán con todos. Por ello, este hospital busca no recibir más internos, aunque sí pacientes. Y es que el manicomio puede llegar a ser el terror de los locos, la degradación de la locura. “No es conveniente para la salud del paciente que se quede por años hospitalizado”, señala la psicóloga.
EL HOSPITAL Y EL MÉTODO
Llegaron sin una identidad, sin un papel o alguna prueba de la existencia de una vida pasada o de pertenecer al régimen; llegaron sin una prueba de esas que se necesitan para saber que existes, sin una prueba que no hiciera pensar que su sola presencia era una locura para aquel que les viera de frente.
Trastornos psiquiátricos como la esquizofrenia o discapacidades como el retraso mental agudo les consumen, aunque también están los que requieren de atención geriátrica; así que no, no todos están locos. Acudimos a este hospital en una cita programada por las autoridades de la institución, misma que desde el año 2000 se caracteriza por emplear un método diferente al de la mayoría de los hospitales psiquiátricos del país, conocido como Método Hidalgo, el cual busca ser la línea divisora entre el antes y el después de la historia del inmueble.
El Método Hidalgo nació en Europa. Su objetivo es hacer sentir a los pacientes como en casa. Se selecciona a aquellos que son recuperables; es decir, que se les puede enseñar a lavarse los dientes por sí solos, a ir al baño, a hacer sus necesidades, aprender manualidades… el resto se canaliza a otros centros hospitalarios ya que requieren de atención especializada más profunda, de acuerdo a las autoridades. La implementación de este método llegó hace 14 años a este lugar, sin embargo, es aplicado a 109 usuarios que pese a sentirse en casa, no llegarán a ser reinsertados a la sociedad porque han sido abandonados por la misma.
EL HOSPITAL VIEJO
Entre el hospital antiguo y la Villa sólo hay unos metros de distancia. El viejo tiene una fachada de recuerdo; es como una huella prominente y elegante. Las bardas, los muros y las rejas se levantan desde 1968, aunque ahora es más apreciable la amenaza de caer. En los 60 fue uno de los hospitales que recibió población proveniente del famoso Hospital General de “La Castañeda”, en la Ciudad de México, conocido como “un mal sueño de la psiquiatría”.
Las puertas se abren para entrar al viejo edificio. En su parte central (que se observa desde la carretera México-Pachuca, a unos 500 metros de distancia) todavía mantiene su nombre, Hospital Psiquiátrico Dr. Fernando Ocaranza, en letras negras. Una vez adentro, se percibe un cuarto sombrío lleno de féretros blancos. Los ataúdes están uno sobre otro, esperan ser ocupados por los pacientes que se sabe, morirán en la villa adyacente. Los pasillos parecen infinitos, como los recuerdos y anécdotas.
“Las enfermeras no se daban abasto, tampoco los doctores ni las psicólogas. En los 60, bastaba con tener el grado de primaria, un curso de un mes de primeros auxilios y la necesidad de trabajar para formar parte del cuerpo de enfermería del hospital”, recuerda la doctora.
El camino continúa sobre escombros; el silencio es adornado repentinamente por algunos pájaros, los pies avanzan entre los restos de lo que antes fue el techo del cuarto que fungía como el pabellón de las mujeres, aún quedan montañas de zapatos rosas, negros elegantes y tenis de niños con las agujetas desamarradas, cortinas desgarradas, y algún colchón en el rincón; todo cubierto de un velo de polvo orquestado durante catorce años, pues en el 2000 el recinto dejó de operar y desde entonces todo sigue intacto. Cuartos diminutos, éstos sí con el clásico cerrojo por donde se observaba al paciente, y con una apertura inferior por donde se le daba de comer.
Pese a ser mediodía, la oscuridad de las habitaciones se antepone. Los rayos del sol penetran para crear una atmósfera combinada de sombra, destellos y recuerdos congelados que nos quedamos imaginando. Las escenas que aquí se vivían eran de alucinaciones y exaltaciones de gente que no paraba de gritar; de correr de un lado a otro mientras lloraban; de hablar con todo y consigo mismos a la vez; solos, acompañados, existiendo para sí; desnudos y semidesnudos embarrándose el excremento en la cara. Cada día, durante el cenit del Sol sobre el cielo, las mujeres se desnudaban. Uno de los patios se transformaba en alfombra humana, pues se acostaban sobre el caliente cemento mientras se mostraban ante un calor que alumbraba sus carnes y sus pensamientos: una demencia iluminada. El patio se llenaba por completo de cuerpos que sucumbían ante el placer del sueño desnudo; de dormir así, frente al sol.
Otro patio, que fungía para reuniones sociales y eventos cuando el recinto era hacienda porfiriana, hoy parece un imponente castillo que se cae en silencio. Es el único espacio que se mantiene todavía fresco, bello, calmoso y con algunas ramas floreciendo y creciendo alrededor de los pilares de marfil.
Otros accesos ya están prohibidos. Protección Civil los ha decretado “desmoronables” en cualquier momento. Solo nos queda mirar por un orificio: adentro, los barandales lucen como de yeso y mantienen un color rosa muy pálido que brota cual perfume expandido pero estacionado en el aire. Es como si fuera otro mundo, otros recuerdos femeninos, otras locuras… quizá la de algún amor imposible. La puerta que da a este lugar también esta sellada. En el techo se ven las aberturas, llagas, arrugas y coartadas que están a punto de abrirse más, más y más.
Las paredes del viejo hospital (donde bellas flores siguen floreciendo) que fue estancia de algunos de los hoy habitantes de la Villa, fue hace unas décadas noticia de maltrato, epidemia de cólera, negligencia…
FUIMOS LOCOS UNAS HORAS; UN MOMENTO; UN DÍA, QUE ATRAVESAMOS POR SU CASA
Somos partícipes en la construcción de su locura. Nuestra “cordura” mayoritaria es el punto de partida para determinar la ausencia de la suya. El resultado clínico más que un argumento es la prueba, y aunque reaccionan a las deficiencias que en su sistema se presenta, entonces yo lo llamaría coherencia.
Si partimos de la creencia legendaria de que “la mayoría gobierna y tiene la razón” -tal como sucede con el capricho de la “democracia”- entonces, en su casa, en su hospital, con ellos, quién toma el papel de loco: ¿es el que cree no estarlo? Uno se vuelve “parte de” para ser parte de ellos, de lo contrario no queda más que ser el loco y ellos los cuerdos. A menos que rompa a “mi favor” la regla de la mayoría; pero, ¡al diablo!, nunca he estado de acuerdo con ella.
LAS NOCHEBUENAS Y JACARANDAS SIGUEN FLORECIENDO
El término loco o locura no aplica para todas las personas que habitan en un hospital psiquiátrico. Se refiere específicamente a la esquizofrenia, aunque ya se ha generalizado. “Psiquiátrico es igual a loco”, señala la doctora Karina. Las características de la esquizofrenia son la salida de la realidad, las alteraciones de la percepción y del pensamiento, las alucinaciones. “Ahora el término ya se utiliza como despectivo”.
Mientras tanto, los residentes de la villa preguntan por sus familiares: ¿Cuándo vendrán? ¿Dónde están? Parece que los que se hacen los “locos” son otros, y quién sabe si en el fondo los pacientes entienden que nadie volverá.
Pocos saben, pero en Villa Ocaranza la locura muere 109 veces.
Agradecimiento a la doctora Karina Sánchez, coordinadora del centro de Enseñanza del Hospital Psiquiátrico Villa Ocaranza.