Alfredo López Austin (Ciudad Juárez, Chihuahua, 1936) es uno de nuestros más destacados estudiosos del México precolombino, que ha sabido interpretar los mitos y cosmogonías de los pueblos prehispánicos desde la propia visión indígena.
Investigador emérito de la UNAM y profesor de Cosmovisión Mesoamericana en la Facultad de Filosofía y Letras, Alfredo López Austin nos recibe en su cubículo del Instituto de Investigaciones Antropológicas de la UNAM, donde atiende tan solo algunos días de la semana, pues “ya estoy viejo, ya me tienen aquí como curiosidad nada más, vengo una o dos veces a la semana y traigo el trabajo que hago en casa”.
A Alfredo López Austin se le reconoce por su trabajo sobre la concepción del cuerpo humano y las almas en el hombre mesoamericano, así como sus estudios de la naturaleza del mito en esta región del mundo. Si se le pide que hable de su trayectoria, dice que prefiere hablar sobre su tema de investigación… y es hacia allá hacia donde dirige esta conversación.
Además de ahondar en la cosmovisión indígena de las almas, el antropólogo comparte para Correo del Libro sus reflexiones en torno a un sistema de estímulo a los investigadores que promueve la competencia, desalienta la colaboración y se llena de injusticias; por otro lado, rememora su ingreso al círculo de los científicos sociales en México, cuestiona el sentido de la posteridad y confiesa que luego de publicar en 1990 Los mitos del tlacuache, el resto de su trabajo y vida son ya tiempo extra, donde caben un viaje a China y cientos de reconocimientos a sus aportaciones en el campo de la antropología. Antes de atendernos, nos advierte que se prepara para una intervención quirúrgica y una larga convalecencia, de la que no queda más que “entrar al hospital y esperar… a ver los dioses qué dicen”.
La colaboración sin competencia del pasado mejor
Como todo viejo tengo que decir que todo tiempo pasado fue mejor, porque ya en la vejez tenemos esa falsa idea del pasado que fue maravilloso. Yo llegué a la ciudad de México prácticamente como un extraño. Nunca me he sentido el hombre que se hace en el medio en que trabaja; siempre me he sentido un advenedizo y en ese tiempo era muy advenedizo, porque ni siquiera tenía un título relacionado con el trabajo que quería hacer: venía a trabajar en historia y tenía un título de abogado. Lo primero que hice fue tratar de adaptarme al nuevo medio, porque me sentí tan advenedizo que hice la carrera de Historia desde el principio, con todas las ventajas de ser el más grande de mis compañeros de clase. En el campo de las ciencias sociales evidentemente entre más viejo es uno más ventajas. No son las matemáticas, no es la música… debes tener una experiencia de vida que te ayude a entender la historia y eso hizo que todos los viejos fuéramos casi los instructores de los jóvenes de aquella época.
De todas formas seguí sintiéndome un advenedizo tratando de abrirme camino en un mundo en el que todos se conocían. Yo provinciano llegué a una capital donde destacaban hombres de primera línea en una época de oro de la historia y la antropología. Donde quiera que volteaba uno encontraba a un Paul Kirchhoff, a Wigberto Jiménez Moreno, a Mauricio Swadesh o Juan Comas. Por el lado de la historia nada menos que Wenceslao Roses; por el de la filosofía Adolfo Sánchez Vázquez… hombres que lo deslumbraban a uno, que no nada más tenían mucha fama sino muchos vínculos entre sí. Eso hacía del medio científico uno muy especial.
Había otra gran ventaja de aquellos días a los actuales: existía un verdadero sentido de la colaboración, antes de que hubiera políticas científicas que nos dañaron mucho; políticas que no nacieron en el seno de la comunidad académica sino en el de la familia política. Se trató de implementar una idea mercantil de competencia. Se estimaba que la ciencia se hacía con genios que trataban de alcanzar todos el primer lugar, como si fueran comerciantes de papas o de calcetines. No se comprendió que la ciencia se hace con colaboración de académicos.
Entonces se implantaron sistemas que sirvieron para el control de gente latosa como somos los universitarios: se inventó el CONACYT (Consejo Nacional de Ciencia y Teconología), se inventó el SNI (Sistema Nacional de Investigadores) y con el SNI todos los investigadores tenemos que sujetarnos a reglas que supuestamente persiguen nada más la carrera hacia la excelencia. Pero eso no es lo único que se controla a través de un SNI.
En segundo lugar se centralizó el recurso de investigación para manejarlo desde el CONACYT. Aun cuando eso tiene algunos efectos positivos en el sentido de que el presupuesto se distribuye de una manera más justa, esa decisión provocó que se metiera en las cabezas de los investigadores que éramos individuos que perseguíamos una posición mediante la ley de la competencia. Eso acabó con la colaboración. La forma de entrar al juego es con la ley del garrote y la zanahoria: trabajas en tal cosa y te dan tantos puntos que representan tanto dinero, ¿no lo haces? te retiran aquello. Eso provoca una carrera de simulaciones, pues se acaban los proyectos de largo aliento, porque no es igual hacer un libro en diez años que hacer un libro cada año y que te dé más puntos.
Antes hubo condiciones mucho más abiertas para hacer una carrera verdaderamente científica. El SNI tiene sus ventajas pero también enormes desventajas. Con el nuevo régimen tienes que hacer todo y tienes que llevarlo pareado: ¿cuántas tesis diriges, cuántas son de licenciatura, cuántas son de doctorado, o de maestría, cuántas conferencias diste, cuántos libros escribiste o cuántos artículos, qué clases diste…? Cuando uno tiene que atender mil foros, congresos, reuniones de todo tipo, incluso participación administrativa (que en algunos casos cuenta) se vuelve uno un saltimbanqui: ver que no falle ni un flanco porque por ahí te puedes perjudicar.
*Entrevista publicada en la revista digital Correo del Libro (www.correodellibro.com.mx) de Conaculta – Educal.
Lee la entrevista completa en nuestra revista digital VIDA+