NUEVA YORK. Una semana después de conquistar la Copa Davis, Roger Federer tuiteó un selfie desde una playa. La foto mostraba una cicatriz en el codo del brazo izquierdo. Federer la describió con el hashtag #victorywound, la herida de la victoria.
Fue un rasponazo causado cuando se derrumbó sobre la pista de arcilla del Stade Pierre Mauroy de la ciudad francesa de Lille, luego de dejar un impecable drop shot en la bola de partido que coronó una categórica victoria sobre Richard Gasquet, dándole a Suiza su primer título de la Copa Davis de tenis.
El partido en el torneo de equipos fue representativo de su temporada, en la que cumplió los 33 años de edad y fue el jugador con más victorias del circuito.
Sus colegas de generación se van retirando paulatinamente —los Andy Roddick, David Nalbandian, Juan Carlos Ferrero, Nikolay Davydenko— pero Federer sigue dando cuerda. Aunque por segunda campaña consecutiva no conquistó un trofeo de Grand Slam, la de 2014 fue una de las más excelsas de su carrera.
Nadie más ganó más partidos en el circuito que él (73); le dio batalla a Novak Djokovic por el primer puesto del ranking hasta la última parte del año, y alcanzó una novena final en Wimbledon (la 25 en un Slam).
¿Cuánto le queda en el tanque a este inmortal del tenis? ¿Por qué no retirarse en la cúspide como dueño de una pila de récords? ¿Qué le motiva para continuar en el trajín del circuito? ¿No debería estar disfrutando tranquilo con su esposa y sus dos parejas de mellizos?
Puede ser el cliché más sentimental de todos, pero la respuesta es sencilla: competir hace feliz a Federer.
No fue el Federer de antaño, pero más oportunista. Cuidó su físico, en particular la espalda. Con la ayuda de su nuevo entrenador Stefan Edberg, adaptó su juego para sostener su rendimiento: sube a la red con más frecuencia y ataca con el revés. También se benefició con un cambio tamaño en la raqueta, ahora más grande.
Sigue con 17 títulos en las cuatro grandes citas. Quizás se estanque con esa cifra. Pero es un número más. Federer es eterno.