Olmo Balam Juárez | Correo del Libro
El pasado diciembre se cumplieron 25 años de la muerte de Samuel Beckett y la presencia de él y sus personajes sigue tan vigente como en los años de la posguerra y el existencialismo. El cuarto de siglo que ha transcurrido desde entonces, ha incrementado la relevancia de su obra, tal vez porque representa mejor que nadie el producto más refinado de nuestra civilización: el sujeto paralizado, que tiene demasiado miedo de morir, pero pocas fuerzas para continuar con vida.
Con el paso de los años, la vigencia de sus personajes y situaciones —que se resisten a ser tramas— se han incrementado en un ecosistema de medios donde diariamente somos testigos de la incompetencia comunicativa que el autor vislumbró en novelas como Murphy o Cómo es, o en cuentos como “El final”. Esperando a Godot, esa parodia cruel del género trágico, bien podría adaptarse a nuestras tecnologías contemporáneas, y Didi y Gogo inevitablemente seguirían atrapados en su bucle de déjà vu y estupidez.
El trayecto narrativo de Beckett fue excepcional entre los excepcionales. Junto a Josep Conrad, Vladimir Nabokov y Milan Kundera, Beckett formó parte del selecto grupo de los escritores “extraterritoriales”, esos seres exóticos —casualmente todos novelistas— que George Steiner (él mismo uno de ellos) vio como símbolos de la literatura de nuestra era: escritores que, en el marco de la globalización, lograron amaestrar una segunda lengua.
Ahora bien, mientras que los arriba mencionados llegaron al virtuosismo en sus lenguas de adopción, Samuel Beckett escribió en francés para extirpar de su literatura cualquier ornamento innecesario. Y aunque nadie lo superó como traductor minucioso de su obra francófona al inglés, este cambio lo llevó a ese estilo minimalista, en parte macabro, que redondea el vacío en el que se encuentran sus personajes.
Su reducción del lenguaje se abre por dos vías. La primera es cuando repite las mismas palabras una y otra vez (como cuando describe cómo un hombre sube las escaleras), o cuando su monólogo interior elimina todo signo de puntuación y hace gala de una falsa abundancia que percute como una ametralladora. Y la segunda, a través de monosílabos, puntos finales, respuestas inconexas, mutismos que usurpan la función comunicativa de las palabras.
El crítico Hugh Kenner se refería esto como la habilidad para penetrar de “manera cada vez más profunda en el corazón de la incompetencia absoluta, donde las piezas más sencillas, las simples oraciones de tres palabras, se le deshacen en las manos”. Beckett es un antivirtuoso que no deja de asombrar pues detrás de cada breñal hay un disciplinado plan. Por eso Esperando a Godot es un prodigio: dos actos en los que no ocurre nada y aun así el público vence su propia desesperación y tedio a la espera de algo al caer el telón.
La historia del silencio tiene en Beckett uno de sus capítulos centrales. Su obra es la prueba de que los labios que se cierran dicen mucho más que un personaje o una novela que vomitan retórica. Leer sus novelas y cuentos puede ser doloroso, pero siempre nos asombrará al demostrar que al menos la literatura puede reinventarse a partir de la nada. En ese rubro nadie ha superado a Beckett.
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