Whiplash (Dir. Damien Chazelle)
Duke Ellington solía decir que el Jazz es el tipo de hombre con el cual no dejarías salir a tu hija. En Whiplash, el segundo largometraje del estadunidense Damien Chazelle, queda claro el por qué.
Y es que en Whiplash, el Jazz es mucho más que un ritmo o un estilo musical: es una necesidad, un ritual que exige disciplina, habilidad, entrega absoluta, velocidad, pasión. Si no estás dispuesto a hacerlo, si tienes miedo, si no eres lo suficientemente veloz, entonces mejor vete a una banda de rock porque esto, esto es para hombres. Esto es Jazz.
Andrew Neiman (Miles Teller, toda una revelación) cree tener lo que se necesita para convertirse en un gran baterista de Jazz. Con apenas 19 años de edad, acude a una de las mejores escuelas de música en Nueva York y practica incesantemente con su instrumento; de hecho, la película empieza como acaba: con Neiman en la batería.
El chico no busca la fama, no busca el dinero, no busca siquiera el reconocimiento, busca la grandeza, busca trascender más allá de la muerte, que la gente se acuerde de él, ser la plática de sobremesa de la gente que lo ubica no por quién es sino por lo que hace.
De frente a su objetivo se topará con el implacable profesor Terence Fletcher (J.K. Simmons con su Oscar en la mano). Fletcher es un perro rabioso, un sádico para el cual no hay peor pecado que perder el ritmo ni peor defecto que la indulgencia. Fletcher es a Whiplash lo que el sargento Hartman era para Full Metal Jacket (Kubrick, 1987); luego entonces, los insultos, la humillación, los gritos y los golpes serán las herramientas didácticas de este hombre. Con Fletcher no hay grises, es todo o nada, lo tienes o no, lo haces o lo dejas.
La frase es un cliché pero en Whiplash es verdad: la batalla entre estos dos personajes te mantiene al filo del asiento. Pocas veces una película genera una respuesta física tan notoria: te sorprendes, te exaltas, brincas de la butaca ante la carnicería en la que se convierte esta lucha donde la batería es la arena de pelea. Quien haya tenido un profesor como Fletcher entenderá (y recordará) la brutalidad de este tipo de personajes.
Lo más bello es que todo sucede al ritmo de Jazz. La magnífica cámara de Sharone Meir junto con la edición magistral de Tom Cross buscan (y logran) emular en todo momento el ritmo de la música, el tempo, la cadencia que se transmite en suaves movimientos de cámara y cortes ágiles.
Pero no se engañen, esto va más allá de la simple fórmula maestro-alumno, esto no es un panfleto motivacional sobre el valor y la recompensa del esfuerzo, tampoco hay lecciones de moral ni mucho menos, esto es algo mucho más oscuro. Gracias a un guión que define perfectamente a los personajes (sin caer en el vicio de justificar sus infiernos personales) queda claro que Neiman tiene un solo objetivo en la vida sin importar el costo, no le importa dejar a su novia, morir pobre, ebrio o en ruinas, siempre y cuando siga siendo el mejor en lo que hace. Fletcher opina lo mismo, la indulgencia está matando a los nuevos genios antes de que surjan, “No hay palabras más nocivas en el idioma inglés que ‘Buen trabajo’”.
Estamos pues ante el encontronazo de dos personalidades que en realidad son el mismo, aquel que busca saltar al abismo como el costo inevitable de la genialidad y aquel que vive ya en la oscuridad.
Dudo mucho que haya este año otra película tan emocionante como Whiplash. Emociona el ritmo, la brutalidad, el ímpetu, las actuaciones, la edición y la música. Emociona saber que alguien es capaz de crear todo esto sin necesidad de efectos especiales o trucos de ningún tipo. De esto se trata el cine.
Whiplash (Dir. Damien Chazelle)
4.5 de 5 estrellas.