Carlos Slim Helú, fundador de Grupo Carso y “Rey Midas” que transforma todo lo que toca en oro (y lo que no convierte, lo vende como si lo fuera), cumple mañana 75 años. Si bien es uno de los hombres más poderosos del planeta, Slim ya no es la personalidad intocable que era antes. Los golpes tienden aún a ser discretos, pero los medios nacionales comienzan a perderle el miedo al magnate.
La situación empeora en las redes sociales, donde los reclamos de ciudadanos comunes y corrientes son virulentos y constantes. Pese a que Slim cuenta con una influencia innegable en la prensa, no parece ejercer control sobre una maquinaria de opinión tan eficaz como la de Televisa, su competidor más conspicuo. El imperio de Slim está urgido de una mejora en la percepción social de sus marcas, así como la de su propia persona.
¿Qué hacer? Slim bien podría aprenderle algo a su amigo Bill Gates, quien abandonó a mediados de la década pasada la batuta de Microsoft para dedicarse al trabajo humanitario. Del año 2000 a la fecha, la Bill and Melinda Gates Foundation, con presencia activa en 50 países, ha recaudado más de 100 mil millones de dólares gracias al notable networking empresarial de sus fundadores.
El Gates actual invierte la misma energía en estas causas que la que guardaba para sus actividades corporativas. La labor habla por sí misma: las metas de la fundación no son cosméticas, sino objetivos palmarios como la obliteración de enfermedades, la innovación agrícola y la mejora educativa.
El cambio obedeció a una reorientación de prioridades: una vez que alcanza cierta edad, un empresario debe cuestionarse cómo va a ser ubicado en la historia. Gates tomó la decisión de ser recordado por algo más que un software tan popular como odiado. Otro caso a imitar es el de Warren Buffett. En 1999, Buffett, CEO de Berkshire Hathaway (el conglomerado cuyos intereses abarcan desde los textiles hasta los seguros y las inversiones), anunció que no heredaría a sus hijos su fortuna de 62 mil millones de dólares.
Cada uno de sus seis hijos recibiría sólo 10 millones de dólares; el resto, declaró de manera enfática, sería destinado a obras filantrópicas orientadas a la generación de riqueza. Como bien apunta el analista Ricardo Raphael en “Mirreynato”, la otra desigualdad (Planeta, 2014), “para Buffett una cosa es tener riqueza y otra muy diferente es obtener liderazgo en la sociedad por el poder que da la posesión de una fortuna grande, de ahí que a la hora de hablar sobre el tema de la herencia sea necesario distinguir entre el dinero y el poder que lo acompaña”. Quien con su esfuerzo obtuvo capital, apunta Raphael, merece liderazgo social, “no así la persona que ganó una rifa, como es el caso de los hijos del multimillonario”.
Nadie duda de la inteligencia y el esfuerzo del ingeniero Slim. Sabemos, también, que es una persona austera y humilde; sin embargo, cuando se piensa en su imperio, los términos que vienen a la mente son: monopolio, altos precios, voracidad empresarial, y todo un rosario de imágenes negativas.
El punto es si, como pasó con Gates y Buffett, Slim va a desterrar de una vez por todas estas imágenes y redefinirse en función de algo más que sus compañías. No es que sea ajeno a esfuerzos de Responsabilidad Social Empresarial (RSE): sus empresas han destinado varios miles de millones de dólares a diversos esfuerzos a favor de la educación y el desarrollo en zonas marginadas mediante los brazos filantrópicos de sus fundaciones.
El saldo, empero, continúa siendo insuficiente. Slim carece de un organismo a la altura de la Fundación Gates o de gestos contundentes y dramáticos como los de Buffett. El líder de Carso ha declarado que es momento de pensar en un legado y no en las meras ganancias. Ha llegado la hora de probarlo.