Para el común de los antiguos griegos que deseaban conocer su futuro estaba el Oráculo de Delfos.

 

Para aquellos con mayor grado de confusión, había otro santuario mucho menos célebre: el del héroe o semidiós Trofonio, ubicado en la ciudad de Levadea y separado de Delfos por escasos cincuenta kilómetros (de hecho, narra Homero que el propio Trofonio había construido el Oráculo de Delfos).

 

COLUMNA LATI

 

Consultar el futuro en Levadea era una mezcla entre deporte extremo y cuento de terror, porque hacía falta descender unos metros hasta la caverna en la que había sido enterrado Trofonio, permanecer en ella más de una noche, resistir tanto la tétrica humedad como el ajustadísimo espacio, y sólo después regresar. De ahí viene el refrán heleno “Bajar a la cueva de Trofonio”, aplicable para quien se expone a una muy severa prueba, frase que podríamos aplicar sin mayor dificultad al desafío elegido por el delantero mexicano Alan Pulido.

 

Muy cerca del viejo Oráculo de Trofonio se encuentra el Estadio Municipal de Levadea, cuya capacidad para 6mil 500 aficionados y austera fisonomía dejan claro a dónde ha llegado el goleador tras su prolongado pleito con Tigres: a un club que por capacidad e infraestructura acaso estaría en la división de ascenso del balompié mexicano (o, en el mejor de los casos, en la pugna por no descender).

 

Equipo cuyos mayores logros, según explica su página oficial, son haber finalizado séptimo de la liga griega hace cuatro años, acceder a una semifinal de copa en los años ochenta y ser quien más partidos ha disputado en la segunda división helena. En resumen, un contendiente limitado en la de por sí limitada liga griega (esto último es evidente al constatar cómo sus dos grandes –Olympiakos y Panathinaikos– golean a cada semana a sus compatriotas, pero no trascienden en certámenes europeos).

 

Podemos entender las ganas de trascender en Europa de un futbolista mexicano; de hecho, es de aplaudirse que muchachos como Pulido renuncien al confort de nuestro certamen: al gran sueldo, a las condiciones para explotar millonariamente su imagen, a la afición que arropa, al evitar choques culturales…, pero no a cualquier precio.

 

Alan Pulido incorporó al Levadiakós y da la impresión de que lo hizo más por demostrar que ha ganado el pulso a Tigres (lo cual todavía no puede dar por definitivo), que por impulsar su carrera. No luce como una escala rumbo a algo mejor, sino como una mera posposición de su crecimiento. Quizá de ahí irá al Olimpiakós, el original interesado en su futbol, pero mientras eso no suceda cuesta hallarle el sentido.

 

Esto no significa que yo apoye a Tigres en un contencioso en el que las dos partes tienen culpa, uno por no haber sabido lo que firmaba, la otra por la duplicidad de contratos. Sin embargo, incluso si consigue permiso para jugar en Levadea, Pulido ha de saber que no ha salido beneficiado.

 

Curiosamente el Levadiakós antes se llamó Trofonio, en honor al semi dios que tuvo su oráculo en una cueva de esta ciudad; oráculo que implicaba tan temible desafío que Aristófanes escribió aquello de “primero denme un pastel de miel, ya que descender ahí me deja todo temblando”.

 

Y para allá abajo ha ido Pulido. No en vano, al sitio al que se recurría cuando existía un futuro más confuso.

 

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