Las vacas sagradas no son patrimonio exclusivo del hinduismo. Basta con que algún personaje contemporáneo aglutine méritos para ser elevado a la dimensión de los más grandes que le precedieron en su rubro (o, incluso, por encima) para que padezcamos agudas crisis existenciales, la sensación de traición a la historia.
Sucede en el futbol con los actuales Lionel Messi y Cristiano Ronaldo en relación con Diego Maradona, así como antes con este último respecto a Pelé. Ha sucedido en el tenis con Roger Federer si se le medía con Pete Sampras. Sucede en la Fórmula Uno hoy con Michael Schumacher como máximo paradigma, como alguna vez fue herética cualquier comparación con Juan Manuel Fangio. Sucede en la música (¿alguien se atreve a comparar a cualquier compositor de nuestros días con Mozart?) y en la literatura (Shakespeare y Cervantes no se tocan). Y sucede en este preciso momento en el futbol americano.
Tom Brady ha escalado al máximo escalón del Olimpo de la NFL. Ahí, se ha integrado al exclusivísimo grupo conformado por Joe Montana y Terry Bradshaw, los tres ya con cuatro Súper Tazones conquistados. Como no puede ser de otra forma, cada uno ha llegado a semejante nivel de grandeza de una manera diferente: todos ciertamente con su pizca de suerte, todos apoyados por otros grandes jugadores, todos derrochando la inmensa (e indispensable) cuota de liderazgo y talento, pero cada cual con caminos singulares, que la vida nunca será igual y los personajes mucho menos. Montana y Bradshaw lo lograron sin jamás haber perdido un Super Bowl, pero Brady con una longevidad que, a mi gusto, es un valor añadido en un deporte que se distingue por lo difícil que es permanecer, perpetuarse, vencer al tiempo: sus títulos se reparten a lo largo de trece años.
Comparar nunca ha sido agradable, aunque en ocasiones necesario, que sin puntos de referencia todo se hace relativo. Pues bien, puestos a esa ociosidad, la única comparación que vale ya para Brady es con Montana y Bradshaw, que en términos de glorias –y no hay otro camino para ponernos de acuerdo en el controvertido arte de la comparación– todo lo demás le queda chico desde el pasado domingo (con el inconmensurable respeto que merecen titanes como Favre, Staubach, Unitas, Manning).
Brady tiene otro obstáculo para ser admitido en el Olimpo de la NFL y no me refiero a los ovoides desinflados o las dos derrotas en Súper Tazón, sino a algo en su instante definido por Cristiano Ronaldo: “me pitan por guapo, millonario y buen jugador”, a lo que se añade que si el portugués fue novio de la top-model más renombrada de la actualidad (Irina Shayk), Brady está casado con la top más cotizada de la precedente década, como la todavía igual de deslumbrante Giselle Bundchen. Características que llevan a aminorar lo que con todo merecimiento le corresponde, porque lo suyo es lanzar pases, comandar ofensivas, llevar a un equipo a la cima, y, a la hora definitiva, ha sido el más exitoso haciéndolo.
Como todo relato que se precie de ser épico, el Super Bowl contó con los elementos más intensos: volteretas, exhibición de juego ofensivo, carambola hacia el final, craso error estratégico al no correr cuando Seattle tenía a mano el partido, la intercepción más inesperada, bronca, apuestas al límite del precipicio con las altas (al final, 3.5 puntos más) y los momios (Nueva Inglaterra daba uno y gano por cuatro).
Pero para la historia queda una imagen: que el mismo líder que se consagró en el lejano 2002, cuando tenía 24 años, hoy lo volvió a hacer, sólo que con 37 a cuestas y con compañeros diferentes a los de antaño.
Vacas sagradas al margen, la historia se compone lo mismo de pasado inmediato que pasado remoto. Por eso no puede excluirse a Brady de ese sitio en lo más alto del Olimpo del futbol americano.