El pasaporte de Jorge Castañeda no tiene nombre de país. Problema que subyace en el paso a paso del hombre que utiliza a la crítica lúcida como escudo con el que se defiende de su bête noir alias nacionalismo: “ramplón o de cualquier especie”.
El poder y la burocracia son dos caras de la misma moneda. El perfume del primero lo corta el tufo de la burocracia. A Castañeda le atrae el primero y por ello tiene que soportar favores como el de Martha Sahagún: convencer a Vicente Fox para que le dé el sí quiero casarme. ¿Qué tiene que ver la burocracia con una escena telenovelera en la que aparece un intelectual refinado en París?
Aquí el eje central de Amarres perros. En la atmósfera de la cotidianidad de Castañeda está la perrada: lo mismo un conjunto de reporteros ignorantes sobre la política exterior que un pro castrista como García Márquez tundiéndole desde la portada de Cambio.
Castañeda rompe con la teoría política a la mexicana en la que el lenguaje se descompone por culpa de anatemas (culturales): no cuestionar, no criticar y no pensar; todo, claro, por el bien de la nación. Cartesiano por los cuatro costados: madre, padre, liceo francés y largos periodos viviendo en Nueva York, París y su on the road latinoamericano, Castañeda incomoda no tanto por su brillantez sino por su desfachatez intelectual. Por protagonizar un choque contra el provincianismo político.
Jorge Castañeda quiso pero no pudo. Desde encontrar las puertas (laborales) abiertas del Colegio de México hasta llegar a Los Pinos. Dos reveses son demasiados para quien no está acostumbrado a la derrota. El primer revés es anecdótico pero el segundo atraviesa el ego de Jorge.
Castañeda no ha logrado comprender que nació demasiado pronto para ser presidente de un país etnocéntrico como México. De haber nacido en el 2050 no se hubiera topado con la cruda nacionalista posrevolucionaria que lo persiguió en sus aventuras durante la segunda mitad del siglo pasado.
En un país como México que no se distingue por tener un rasgo meritocrático, se suele confundir a la soberbia con la inteligencia.
Para muchos, al escuchar el nombre de la hoy marca “Jorge Castañeda”, la primera palabra que pasa por sus respectivas cabezas es “soberbia”. Amarres perros contextualiza rasgos desconocidos de Castañeda. Dos matices: “Nunca adquirí los hábitos, los usos y las costumbres del mundo que me correspondía; no pertenecía a él”. Se refiere a las circunstancias diplomáticas en las que creció por su padre y a las que él mismo incrustó algunos años de su vida profesional. Nunca ha sido un wannabe. Así, Castañeda decidió romper con el icono wannabe de todo político mexicano, tener guaruras a su disposición en su época de canciller.
El segundo: su relación con Adolfo Aguilar Zínser. Castañeda acepta que era un personaje parecido a él, y por lo tanto, competía.
Amarres perros o la declaración sobre el hartazgo provinciano. Castañeda señala a Peña Nieto como el presidente más provinciano desde López Mateos. En su sentir, la evolución cronológica está correlacionada con el grado de cosmopolitismo en los presidentes aunque con excepciones: “Echeverría, más que Díaz Ordaz; López Portillo, más que Echeverría; De la Madrid, más que López Portillo (aunque menos culto), y por supuesto Salinas de Gortari más que su mentor en la Secretaría de Programación y Presupuesto.
La tendencia se revirtió con Zedillo (habría acontecido lo mismo con Colosio), y se agravó”. De Calderón, Castañeda escribe que a pesar de haber pasado un rato por Harvard “seguía siendo un provinciano de Michoacán”. Sobre Fox, en este tema, Castañeda pasa de puntitas aunque lo devalúa frente al centro académico por el que Zedillo pasó.
Amarres perros es disfrutable no sólo porque Castañeda aplicó en él una arquitectura amena de idas y venidas temporales, sino por el contenido anecdótico de un personaje que se recrea frente al poder.