Es difícil encontrar una foto de él sonriendo. Y encontrar una sería incómodo. John Maxwell Coetzee (Sudáfrica, 1940), quien cumple 75 años este febrero, se envuelve con gusto en el rictus del escritor serio, profesional, intelectual.
Enuncia palabras apasionadas con una voz seca, la cara constreñida y una pronunciación que imita mucho a la de un académico de Oxford antes que la de un hombre que traduce y habla en afrikáner y en neerlandés. Pareciera que no disfruta de un oficio que práctica, sí, con destreza, pero con la preocupación de que sus historias sean relevantes para el lector.
Su racionalismo y su sequedad, sin embargo, no parecen tener mucho vínculo ver con su educación de matemático y programador. Es la propia literatura moderna, tan arrebatada e irracional en apariencia, la que le enseñó sobre los rigores del arte literario, de una disciplina donde el escritor no es quien dicta una historia, sino que es la historia la que habla por sí misma. En la estética de Coetzee, escasa en adjetivos y en efusividades, al escritor sólo le cabe esperar que esa historia no nazca ciega o renca.