Olmo Balam Juárez | Correo del Libro

Es difícil encontrar una foto de él sonriendo. Y encontrar una sería incómodo. John Maxwell Coetzee (Sudáfrica, 1940), quien cumple 75 años este febrero, se envuelve con gusto en el rictus del escritor serio, profesional, intelectual. Enuncia palabras apasionadas con una voz seca, la cara constreñida y una pronunciación que imita mucho a la de un académico de Oxford antes que la de un hombre que traduce y habla en afrikáner y en neerlandés. Pareciera que no disfruta de un oficio que práctica, sí, con destreza, pero con la preocupación de que sus historias sean relevantes para el lector.

Su racionalismo y su sequedad, sin embargo, no parecen tener mucho vínculo ver con su educación de matemático y programador. Es la propia literatura moderna, tan arrebatada e irracional en apariencia, la que le enseñó sobre los rigores del arte literario, de una disciplina donde el escritor no es quien dicta una historia, sino que es la historia la que habla por sí misma. En la estética de Coetzee, escasa en adjetivos y en efusividades, al escritor sólo le cabe esperar que esa historia no nazca ciega o renca.

Quizá ese rigor sea la expresión de un escritor al que su pasión le exige lo mejor y lo peor de su espíritu. Lo dice en una parte de Diario de un mal año: “Para escribir una novela tienes que ser como Atlas, cargar con todo un mundo en tus hombros y sostenerlo durante meses y años, mientras todos sus asuntos se resuelven por sí mismos”.

Para soportar ese peso, Coetzee ha tenido que trasladar parte de la coetzee 4carga a otro hombre, a su hombre. Su autobiografía (titulada en inglés Autrebiography, o sea, Otrobiografía) está narrada en tercera persona no por petulancia, sino para no permitirse la mínima compasión consigo mismo y su pasado. Un pasado y un país que, de cualquier manera, nunca le pertenecieron.

Coetzee retrató con delicadeza las sombras del Apartheid y la llegada de Nelson Mandela al poder. Criado en una comunidad  afrikáner, instruido para integrarse a la intelligentsia angloparlante, nunca se sintió del todo identificado con ninguno de los dos adversarios raciales de Sudáfrica. Pues en él estuvo presente la sospecha de que la política es una forma de acaparar y nulificar el lenguaje, y con ello, a los individuos. Por último, porque ni víctima ni victimario son inocentes.

Como muchos otros, Coetzee eligió desde muy joven a sus maestros. Tres han sido los más representativos: Beckett, Dostoievski y Defoe. En un principio, Samuel Beckett fue su punto de entrada a la experimentación de los modernistas, mientras que Dostoievski fue su maestro en la construcción de personajes.

Pero el escritor que marcó para siempre su vida fue Daniel Defoe, ese personaje de sí mismo del que Coetzee siempre dudó y al que nunca le creyó del todo que fuera autor de Robinson Crusoe: después de todo, Foe también significa enemigo. Sin abordarlo explícitamente, novelas como Desgracia o Diario de un mal año son demostraciones de la incapacidad del lenguaje para comunicarnos.

Pero esta incapacidad tiene un cauce todavía más inquietante: lo que le sucede a quienes ni siquiera tienen soberanía sobre su propio lenguaje. Sucede en Foe, en Vida y época de Michael K. En el primer caso, con Susan Barton, una náufraga que trata de contar su vida junto a Crusoe y Viernes; y en la otra novela con una versión sudafricana del K de Kafka, cuyo labio leporino es el centro de su aislamiento con respecto al mundo. La relectura cuidadosa de Robinson Crusoe, llevó a Coetzee a entender que la soledad puede ser detestable, pero es la única vía en el mundo moderno para probar el pan de la libertad.

La obra de Coetzee se ocupa en rastrear los efectos del estado sobre los sujetos, pero nunca se acerca a la dimensión política desde el ángulo de los grandes relatos, de los gobernantes y los estados; sino desde los efectos que tiene el poder sobre personajes que nunca lo disputan pero ven sus vidas devastadas por la gente de los altavoces y las tribunas. De ese modo, ha retratado las historias de numerosos impedidos políticos: lisiados (Hombre lento), académicos literarios (Desgracia y Diario de un mal año), exiliados (Foe), enfermos terminales (Michael K.). Todos ellos representados, debe decirse una vez más, sin sentimentalismo, pero arropados por una rara especie de la empatía.

Coetzee logró su incorporación al canon de la literatura anglosajona desde la periferia, tanto en Ciudad del Cabo como en Australia. Desde esas orillas del mundo occidental ha construido una obra sobre la barbarie, el lenguaje, la otredad, el poder y el ostracismo. De los premios Nobel de literatura en este siglo, Coetzee es de los pocos cuyos libros se erigen más alto que esa presea. Tanto, que no sorprende la flema con que recibió la medalla en 2003, con ese gesto imperturbable de quien ha sido más de una persona sin dejar de ser un espectador.

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