Fifty Shades of Grey (Dir. Sam Taylor-Johnson)
Siempre será más fácil tirar un libro a la basura que abandonar una sala de cine cuando la película es una porquería. Un mal libro lo cierras, lo botas y listo; en una de esas y hasta te sirve para nivelar un mueble. Es por ello que Fifty Shades of Grey, el libro, es mejor que la película.
Fifty Shades of Grey, la película, no pierde tiempo, comienza a ser fallida desde el minuto dos. Y esto es porque la escena nodal de la trama sucede al inicio, cuando la joven estudiante de literatura Anastasia Steele (Dakota Johnson) conoce al poderoso y joven empresario Christian Grey (el modelo de calzones Jamie Dornan).
La escena puede que esté armada correctamente pero el tono, las situaciones y los diálogos muestran un completo desdén por aquello que se llama “suspension of disbelief”. O dicho de otra forma, la película pretende nos creamos que la amiga de Anastasia, so pretexto de una gripe, le endosara la responsabilidad de entrevistar al hombre más poderoso de Seattle; que aquella llegará a la entrevista fodonga, con suéter de abuelita y sin antes pasarse un maldito peine por la cabeza; y que aún con todo ello, Grey quedará impactado ante la vergonzosa incompetencia de la chica.
Después vendrá la gran revelación: al señor Grey no le gusta el romance, no anda de noviecito, no hace el amor, “I don’t make love, I fuck” (sic que provoca el primero de muchos aynomames de la noche) y lo hace no de manera convencional, sino con la ayuda de toda una serie de aditamentos sadomasoquistas de los cuales y apenas utiliza uno o dos en toda la cinta.
Grey le plantea a Anastasia firmar una especie de contrato donde ella acepte ser la parte sumisa de un juego sado que incluye prácticas como el “anal fisting”, uso de “butt plugs” y demás aditamentos propios de un catálogo de sex-shop.
Así, la gran historia erótica que ha vendido millones en libros y que seguramente será un éxito en taquilla, se resume a que si la señorita firma o no el papelito. La burocracia como motor del erotismo del nuevo milenio.
Fifty Shades of Grey es un producto de su tiempo: una época donde la corrección política crea productos que no son lo que aparentan: tacos donde la tortilla se sustituye por lechuga, soya que sustituye carnitas, pan que no tiene gluten, café descafeinado y ahora, sadomasoquismo que sucede sin dolor, sin sudor y sin piel enrojecida. El pecado sin la consecuencia. El taco sin la grasa. El sexo sin la adrenalina, la lasciva y el peligro.
Si en todo esto hay un mérito ése es la resistencia. La resistencia de una directora, Sam Taylor-Johnson, que tuvo que trabajar atada de manos (buena ironía) para complacer a dos amos (el estudio y la autora del libro); que tuvo que filmar sexo, desnudos, azotes y nalgadas restándoles sentido, impacto y lujuria. Resistencia de una actriz, Dakota Johnson, muy en su papel, intentando hasta lo imposible para sacar jugo de esa piedra que es el guión.
Y por supuesto, la resistencia del espectador que, a menos que sean fans, será imposible que conecten con esta historia pueril, escrita con un nivel vergonzoso, filmada con estética de comercial de coches y vendida cual si fuera la gran bomba sexy cuando no es sino apenas softporn de quinta.
Un logro más: ser fiel al material original, que no es el libro de E.L James ni mucho menos, sino el cuento de la Cenicienta. Porque hoy, en pleno 2015, la historia de la chica pobre que enamora al príncipe guapo, rico y poderoso, sigue fascinando y vendiendo millones, aun cuando al príncipe le guste someter a la princesa, darle unos azotes y luego mandarla a la cocina para hacer el desayuno.
Fifty Shades of Grey (Dir. Sam Taylor-Johnson)
Cero de 5 estrellas