“Hay corazones que Dios no podría mirar sin perder su inocencia”, el de Edmundo Valadés (1915 – 1995) es uno de ellos. A 100 años de su nacimiento y dos décadas de su muerte, la obra de Valadés, aunque breve, aun produce ecos donde quiera que el cuento se practique como género, entretenimiento y poética.
A los 30 años, Edmundo Valadés escuchó el llamado de la literatura y se inició en esta tarea que nos transformaría todos los días. Dice que no le hizo el caso que debiera; sin embargo, legó una breve colección de cuentos ejemplar y precursora. Periodista, editor y tallerista literario, Valadés hizo posible que presencias fundamentales en la literatura latinoamericana fueran impensables sin su difusión y apoyo. Esa es una de las razones que explican la figura de Edmundo a través de los comentarios cariñosos y justos de sus amigos.
Aunque breve, en su obra se reúnen temas apasionantes y variados: la lección literaria que nos dio el pasado revolucionario, la transición violenta del campo a la ciudad, la fiesta de utopías que se vivieron en los años cuarenta y cincuenta. Pero también la minucia con que Valadés describe el íntimo fracaso de un hombre que no logró vencer la medianía (Asunto de dedos), la obsesión de lo impostergable (En cualquier ciudad del mundo), el sueño como revelación, conocimiento y entidad funesta (La incrédula), temas tan personales como el desarraigo que le inspiró su Guaymas natal a cuarenta años de su primer adiós (El extraño), la infancia que insiste nostálgica y misteriosa (La infancia prohibida), la ambigüedad entre fantasía y realidad (El cuchillo), el mundo urbano y sus eróticas violencias. En fin.
Admirador ferviente del sexo femenino, pero sobre todo de Marilyn Monroe, Valadés se educó en una primaria de varones. Esa infancia rígida lo acercó a la lectura y a los sueños. Se formó en la lectura de Sherlock Holmes, Eugéne Sue, Jules Verne y Víctor Hugo. En la secundaria tuvo como maestro a Xavier Villaurrutia, su “oasis” escolar. La influencia de Villaurrutia lo acercó a la poesía, pero el juicio del maestro y una autocrítica severa lo alejaron de un género que sin embargo “sobrevivió en mis cuentos”.
El relato sin ficción, escribió José Emilio Pacheco, fue la escuela que enseñó a escribir a Edmundo Valadés. Con ese aprendizaje, en el momento en que publicó La muerte tiene permiso estaba ya en plena posesión de sus medios expresivos. Este libro fue de menos a más hasta convertirse en un clásico y en un longseller, y forma parte indispensable de lo que el propio Valadés describía como la “Época de oro” del cuento mexicano en los años cincuenta. La muerte tiene permiso está en ese Olimpo conformado por Confabulario de Juan José Arreola, Los días enmascarados de Carlos Fuentes, Dormir en tierra de José Revueltas y, por supuesto, El llano en llamas de Juan Rulfo.
Su carrera de periodista la inició profesionalmente en 1936, con Regino Pagés Llergo y con su amigo Horacio Quiñones, con quienes se lanzó a la aventura de fundar la revista El cuento en 1939. Entonces sólo logró hacer cinco números. Su amor por la literatura lo llevó a revivir la revista en 1964 con apoyo del librero Andrés Zaplana, publicación que llegó a ser un lazo de comunicación indispensable entre los escritores de nuestra lengua.
Fue en esa revista que el propio Valadés bautizó los cuentos cortos que se publicaban ahí como “minificciones” o “minicuentos”, una definición que se popularizó y se convirtió en la entraña de esa publicación. Casi una década después, ese proyecto daría a luz a uno de los libros clásicos del género: la antología El libro de la imaginación, publicada por primera vez por el FCE en 1976 y que este año llegará a su 20ª reimpresión. Sobre su relación con el cuento, Valadés, afirmaba: “Fui un lector incansable de cuentos. Empecé con las hadas, luego con los de Calleja hasta que me acerqué a escritores importantes. Lo hice de niño, lo hice de joven, lo hago ahora.”
A Edmundo Valadés siempre se le reprochó la brevedad de su obra; él a su vez siempre culpó al periodismo y a su falta de coraje. Sin embargo, eran otras las razones de su imposibilidad, mismas que unos cuantos días antes de su muerte expresó en una conversación (publicada en Reverso de la palabra, El Nacional, 1997) donde afirmó que el cuento y su definición serían el insoluble dilema que acompañaría al “artesano” hasta “el final de mis días”:
“No me gustaría que publicara, mientras esté vivo, las razones de mi silencio literario. Me apena un poco decirlo, pero no me gusta lo que se dice. Hay quienes piensan que no escribo por flojera, porque soy funcionario cultural, porque me dormí en mis laureles. Ojalá y así fuera. Hay una depresión que me provoca fuertes estados de somnolencia. No es una depresion emocional, es de origen químico y supera mis fuerzas. Es muy difícil escribir en ese estado… si me muero mañana puede publicarlo, para que mis amigos sepan que si callé no fue por gusto”.
Para saber más sobre este y otros autores, consulte la revista digital de Conaculta – Educal www.correodellibro.com.mx