En la revolución de las redes sociales la blasfemia tiene cara de tuit. Los incentivos son demasiados para evitar hacer críticas iracundas, expresiones homofóbicas, insultos sin sustantivos y por supuesto blasfemias. El anonimato apoya. Las redes sociales, los nuevos videojuegos transmodernos, son plataformas donde jugar a agredir es moralmente permisivo porque la Constitución oclocrática lo permite.

 

Muy pronto, el Estado Islámico encontrará el software óptimo para localizar a aquellos tuiteros que se atrevan a colocarle una cara de perro a Mahoma para ir sobre sus cabezas. En efecto, se trata del choque cultural. La globalización ha producido un efecto importante sobre el planeta: su empequeñecimiento. Hombro a hombro los humanos entramos en contacto con culturas divergentes.

 

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La blasfemia es un poema para los enciclopedistas pero es la peor agresión para los que se entregan a la fe; crucero de choques entre vehículos racionales y fanáticos. La blasfemia es pariente de la burla. Entender que para una persona lo sagrado puede ser la lectura del periódico por la mañana, acompañada por un café y cruasán, puede resultar una blasfemia para los revolucionarios del califato multinacional. Para los cruzados, equiparar lo cotidiano (tangible) con lo que no se ve tiene indicios de blasfemia.

 

Impedir la blasfemia nos convertiría en un planeta de fanáticos porque estamos acostumbrados a crear dioses en tiempo real. Por ejemplo, para los cercanos de cualquier presidente, las críticas hacia su jefe son equiparables a las blasfemias. Lo mejor es la autocensura para evitar malos entendidos.

 

Lars Vilks entró a la lista negra yihadista el día que publicó en el periódico sueco Nerikes Allehanda una viñeta de Mahoma con cuerpo de perro en el centro de una glorieta. En Suecia no es raro toparse con varias glorietas lúdicas cuyo protagonista principal es el perro.

 

Ocho años después de su publicación, iban por la cabeza de Vilks. Y no se trataba de una viñeta. Sin paradoja alguna y ahorrando pesquisas a la policía, Omar El Hussein se dirigió a un centro cultural en Copenhague donde acontecía una mesa redonda cuyo título era: “El arte, la blasfemia y la libertad de expresión” con el objetivo de matar a Vilks.

 

Bajo el efecto locuaz mimético, El Hussein replicó lo sucedido en París seis semanas atrás. Doble mensaje: contra los epicúreos de las viñetas y contra los judíos. El placer de la risa puede convertirse en horror.

 

Le Monde recordaba ayer que no todos somos Vilks. La pluma más leída del periódico sueco Aftonbladet, Asa Linderborg, está en desacuerdo con Voltaire (“No estoy de acuerdo con lo que dices pero defenderé con la muerte tu derecho a decirlo”). Linderborg utiliza el sentido de sobrevivencia, es decir, el sentido común, para vaciar el contenido volteriano de la libertad: “¿Cuántas personas están dispuestas seriamente a morir por una opinión auténticamente odiosa?”. Asa Linderborg desmonta la literalidad de la expresión de Voltaire porque de lo contrario el mundo se despoblaría.

 

La estética hiperrealista transmoderna enloquece a gobiernos. Manuel Valls, la nueva estrella del Partido Socialista francés (que se piensa como no socialista), no ha podido demostrar la brecha entre la “comicidad” de Dieudonné y Charlie Hebdó. Ambas comicidades pueden ser consideradas como grotescas; ambas pueden expresar un pobre nivel intelectual de sus creadores. Sin embargo, a Valls le incomoda la agresión del subnormal Dieudonné hacia los judíos pero no la que hacen los caricaturistas de Charlie Hebdó contra Mahoma.

 

Lo mejor es considerar como delincuentes a quienes asesinan a nombre de Alá y calificar como xenófobos a los consumidores de fábulas conspiratorias que culpabilizan a los judíos de todo los males del universo. Un resultado obsceno lo vimos el domingo en un cementerio judío francés en Sarre-Union, donde menores de edad profanaron más de 150 tumbas. Se trata de una cohorte generacional educada para tomarse selfies a lado de cadáveres judíos.