Por Alberto Martínez | Yaconic
La primera reacción de mis amigos cuando les digo que conocí a mi novia en Tinder es de sorpresa e incluso temor. No faltan las estúpidas bromas relacionadas con el tráfico de órganos y los prejuicios que sugieren que sólo se trata de algo casual y sin relevancia. Podría decir que bajé la app por “mero interés antropológico”; es decir, pura curiosidad y, más que nada, morbo.
Acababa de terminar una relación relativamente larga y no había nada que perder. Al igual que mis amigos, pensé que si habría de suceder algo, sería intrascendente y efímero. Sin embargo, la primera chica que conocí más allá de la pantalla de mi celular se convirtió en mucho más que un encuentro fortuito.
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Los requisitos para que puedas entablar una conversación con alguien en Tinder son muy sencillos. Tienes que darle like a la persona y ella te tiene que corresponder. Un mecanismo tan elemental como deslizar tu dedo a la derecha hacia donde aparece un corazón o, por el contrario, a la izquierda donde aparece un tache. Los únicos elementos que tienes para tomar esa decisión son: unas cuantas fotos, una breve descripción y los amigos e intereses que tengas en común con esa persona. Al igual que en el mundo real, algunos sólo se basan en la imagen física, algunos otros se toman el tiempo para leer la pequeña descripción y ver los intereses y amigos en común que supuestamente deberían aumentar el grado de compatibilidad con quienes Tinder te presenta como parejas potenciales.
Si cruzaste esa primera barrera —que ambos se gusten— la aplicación te permite entablar una conversación con esa persona vía chat. Aquí es donde un sinfín de posibilidades se decanta pues, como en la vida real, hay que poner a prueba nuestras habilidades comunicativas y procurar ofrecer una conversación interesante que vaya más allá de un “hola” no correspondido. La ventaja para los tímidos es que es más fácil escribirle a una pantalla que lograr articular un discurso medianamente inteligible frente a frente. La desventaja es lo “frío” de esa pantalla y lo difícil que resulta expresar entonaciones, intenciones, sarcasmos y risas que en ocasiones se pueden malinterpretar o que no logran transmitir su verdadera carga simbólica. Al final, todo se reduce a “lol”, “jajajaja” y algunos emoticones que buscan contagiar de emotividad nuestro discurso.
En mi caso, después de sortear esas barreras, de darnos like y haber logrado entablar una conversación bastante interesante y amena, saltamos del Tinder al correo electrónico, pues ella me pidió que le mandara algo de lo que escribía. En un par de días nos agregamos a Facebook y después destalkearnos por un rato nos dimos cuenta que teníamos más en común de lo que creíamos. Éramos casi vecinos; teníamos varios amigos en común, y nuestros círculos sociales me hacían creer que por lo menos alguna vez me tuve que haber cruzado con ella. Conciertos, festivales y eventos en los que ambos habíamos estado, confirmaban que el mundo es un pañuelo y que gracias a las redes sociales, ese pañuelo se vuelve cada vez más pequeño.
Menos de una semana después de haber chateado por primera vez acordamos encontrarnos en el Patrick Miller. Un grupo de amigos íbamos a celebrar el cumpleaños de uno de nosotros y, por causalidad, algunas de sus amigas también habían planeado ir a bailar ese día. Cuando la vi pensé que la conocía de mucho tiempo atrás; me dio la confianza suficiente para aceptar irme con ella y dejar a mis amigos preocupados por mi integridad física. Finalmente, era la primera vez que la veía y, además, no era sólo con ella con quien me iba, sino con dos de sus amigos que parecían fungir como sus guardaespaldas —al menos eso pensé en un principio—. Seguimos la fiesta en una terraza y al acabar la noche, un beso selló nuestras intenciones.
Al día siguiente nos volvimos a ver para ir a una nueva fiesta y en las semanas siguientes nos vimos cada que podíamos, prácticamente cada noche con cualquier excusa, sin ningún motivo, por cualquier pretexto. Las cosas fueron avanzando rápidamente y después de poco más de cuatro meses de salir juntos, el habernos conocido en Tinder parece irrelevante. Hemos vivido tantas experiencias en tan poco tiempo que este hecho resulta bastante lejano. Algo que en un futuro sin duda recordaremos como una bonita anécdota, sin la cual muy difícilmente habríamos podido contar nuestra historia.
Igual que en la novela escrita por Daniel Glattauer, Cada siete olas, en la que sus protagonistas dejan su relación epistolar en el momento en que por fin deciden tener una relación en la vida real, nuestras conversaciones en Tinder no continuaron más.
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Ahora mis amigos me piden consejos sobre la aplicación y me cuentan sus propias historias de éxitos y de fracasos. Alguno me dice: “En un año que llevo con la app no he logrado ningún match”; mientras que otro no ha traspasado la barrera de la primera cita. Alguien más me cuenta que ya conoce a dos de sus amigos que han encontrado a su chica a través de Tinder. Yo sólo me limito a decirles lo que creo: al igual que en el mundo real, en el espacio virtual es posible encontrar de todo y depende de un sinnúmero de factores que seas lo que alguien más busca y que también coincida con lo que estás buscando.
No hay una fórmula, no hay un secreto, no hay recetas ni tips que garanticen un match en Tinder, como tampoco los hay en la vida real. Es un océano de posibilidades y Tinder sólo explora una opción más en donde el usuario es el único que decide si darle a la derecha o a la izquierda.
Tinder
Año de lanzamiento: 2012.
Disponible en 24 idiomas.
Más de 1.2 billones de perfiles de usuario (40% de usuarias).
15 millones de matches al día.
Valorada en 700 millones de euros.
Dos mil compromisos y bodas.
Aplicaciones similares a Tinder
Twoo, Badoo, Trinder (para concertar tríos), Happn (Te dice con quién te has cruzado gracias al localizador GPS de tu celular), Match (Disponible sólo como página web).