¿Será posible reducir la inseguridad en los próximos años en México o la autoridad seguirá teniendo incentivos a no dar resultados? Me parece que estamos en el segundo caso.
A Felipe Calderón tocó iniciar su mandato con el movimiento de la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca, así que prácticamente se estrenó con el uso de la fuerza en esta ciudad (en realidad, la toma de Oaxaca fue disuelta por la Policía Federal en noviembre de 2006). Lo que sucedió días después, con la incursión de las fuerzas federales a Michoacán, sólo vino a reforzar el marketing político. La guerra contra el narcotráfico superaba el marketing del empleo con el que hizo campaña.
No es muy distinto de lo que sucedió con George Bush II, la guerra contra Irak sentó las bases de su gobierno desde el inicio y con ese marketing se reeligió. Pese a todo, tengo dudas de que el marketing de guerra sea rentable, pero tanto en Estados Unidos como en México, algunos políticos han encontrado refugio en él.
Felipe Calderón tuvo que tomar posesión entre protestas, incertidumbre y entrar por la puerta de atrás. Su ex contrincante jamás lo reconoció como presidente. Esta debilidad marcó su personal necesidad de mostrarse fuerte y hasta vestir alguna vez con uniforme militar.
Ahora está pasando lo mismo, Enrique Peña Nieto enfrenta crisis y demanda de renuncia por varios temas, entre ellos su relación con una empresa que más parece ser su prestanombres que la que ofrece los mejores precios en las licitaciones. Es un presidente débil. En jaque. Necesita un marketing de guerra.
El miércoles 18 de febrero, durante la reunión del Consejo Ejecutivo de Empresas Globales con el presidente, habría habido un reclamo fuerte de Coca Cola por la desaparición y destrucción de sus camiones en distintos puntos del país. Dos días después se da la suspensión del reparto en Chilpancingo. La noticia es fuerte, pero trae carga política implícita: ¡Ey, usen la fuerza pública!
En cada lugar a donde la Policía Federal o el Ejército han entrado con operativo especial, viene fracasando la acción. Michoacán, Guerrero o Tamaulipas siguen sin ser estados seguros. Se desinfla tal vez la escalada de mayor violencia, pero ni las carreteras secundarias son transitables, ni la gente se libera de renteos, extorsiones o secuestros.
Tanto el Ejército como la Policía tienen incentivos a ser ineficientes. Más ineficientes son, más recursos obtienen. Al Ejército, para colmo, hay que tratarlo con pincitas. Pese a Tlatlaya, el 19 de febrero recibió un fastuoso homenaje. Se dice que están enojados porque en meses pasaron de ser una de las instituciones más respetadas a una de las más vilipendiadas… pero recibirán más dinero.
Quedarían dos salidas: que la mejora en la seguridad se sienta más allá del discurso del secretario de Gobernación o que la inseguridad persista junto con un discurso de falsas mejoras. Estamos en la segunda opción, que no sólo significa más dinero para los ineficientes, sino que además permite apretar la tuerca política: es el pretexto para ignorar reclamos, para reducir transparencia, para elevar las restricciones políticas, para usar la fuerza.
Lamento decirlo pero la realidad que vivimos, con sus incentivos, muestra la tendencia a que la inseguridad no varíe significativamente en el país.