Los cuentos de Eduardo Antonio Parra (León, Guanajuato, 1965) son la piedra fundacional de esa corriente narrativa que al inicio del siglo XXI se dio en llamar Literatura del Norte; una escritura hecha desde esa zona del país que aborda los territorios y amenazas de una geografía particular y que, a raíz de la violencia de las ultimas décadas, ha tomado un papel preponderante en el canon de los ensayos, reportajes y novelas que se hacen en México.
Como con todas las etiquetas, resulta difícil cirunscribir el trabajo o los temas que se encierran en esa definición. Lo cierto es que los relatos de Parra, que giran en torno a obsesiones bien delineadas (el río Bravo, la frontera, el desierto…), adelantaron en la realidad literaria un tipo de violencia que se convertiría en una pesadilla que ya no se lee en libros, sino en los periódicos de circulación nacional.
Desde Los límites de la noche (1996) hasta Desterrados (2013), Eduardo Antonio Parra ha pulido un tono en que la soledad, el erotismo, la violencia en diversos niveles, conviven con un escenario muy del norte y fronterizo. Sus otros dos libros de cuentos son Tierra de nadie (1999) y Parábolas del silencio (2006). Recientemente, la editorial Era, donde Parra ha publicado toda su obra, reunió todos sus cuentos en Sombras detrás de la ventana (2009), libro que obtuvo el Premio de Literatura Antonin Artaud otorgado por la Embajada de Francia en México.
Interesado por “las partes oscuras” de las ciudades que ha habitado, consciente del momento histórico que le toca vivir como escritor, Parra ha publicado además dos novelas: Nostalgia de la sombra (2002), donde se pone en los zapatos de un vagabundo que sobrevive a la muerte para convertise en sicario; y Juárez, el rostro de piedra (2008) un retrato novelado del Benemérito y su entorno que según algunos críticos se ubica dentro de las mejores novelas históricas hechas en nuestro país.
Eduardo Antonio llegó a vivir a Nuevo Laredo cuando comenzaba su adolescencia. Luego, en Monterrey, fundó el taller literario que sería la semilla de la Literatura del Norte. Hoy, Parra vive en un austero estudio en la colonia San Rafael de la ciudad de México desde donde prepara un nuevo volumen de cuentos y otra novela histórica. Ahí, el escritor nos recibe para conversar sobre su oficio.
¿Cómo ha cambiado o evolucionado ese norte que aparece en tus cuentos?
Siempre he dicho que la frontera es un lugar donde uno se puede divertir bastante y puede vivir muy a gusto si quiere. Pero de quince años para acá la presencia del crimen organizado se volvió más pesada, innegable, estaba en todos lados. La gente común cambió: está sumergida en el miedo, en la inseguridad, en la corrupción, la injustica y las desapariciones. Creo que se volvió más dura la existencia de los norteños a partir de que empieza el siglo XXI.
¿Qué significa para tu realidad literaria el Río Bravo?
Para mí siempre fue una especie de símbolo, una especie de lugar mágico. Llegué a Nuevo Laredo a los 13 años y de lo que más se hablaba sobre el río era de los que se ahogaban en él. Se decía que el río debía más vidas que cualquier asesino o que cualquier ejército. Cuando empecé a concebirlo desde un punto de vista literario, me gustó que funcionara. De alguna manera es un río que te borra la memoria cuando lo cruzas. Me refiero a los migrantes. Me gusta que sea un río asesino pero también me gusta que es un río en el que se separan no nada más dos países, sino también el primero y tercer mundo, dos culturas, dos religiones.
Al margen de las etiquetas, ¿ubicas tus relatos dentro de alguna tradición literaria?
Me gusta el realismo mexicano, porque me gusta reflejar cómo vive la gente en este país, cuáles son sus tragedias. Los básicos son Revueltas y Rulfo. Me gustan mucho algunos autores que fueron ninguneados durante mucho tiempo porque eran considerados narradores de la Revolución que a mí me parecen geniales, como Rafael F. Muñoz, Nellie Campobello y Martín Luis Guzmán. De más contemporáneos están los clásicos norteños, me fascinan Jesús Gardea, Daniel Sada, un poco menos conocido, Ricardo Elizondo Elizondo. Con ellos aprendí que no sólo se puede sino que es necesario escribir sobre la propia región en donde vives y tratar de hacerla universal, cotidiana y reconocible para los lectores. No me gusta lo que yo llamo la literatura de cuarto cerrado. Me choca escribir sobre la clase media mexicana. Para eso ya están las telenovelas de Televisa y muchos escritores de aquí del DF.
En tus cuentos aparece un tono de humor que contrasta con las situaciones límite que se narran, ¿cómo se integra ese ingrediente en tu obra?
Me di cuenta cuando escribí, con cierta intención fantástica, “La piedra y el río” que abre Tierra de nadie. El relato puede ser trágico, o brutal o violento, pero siempre hay que dejar un angulito para que se cuele un poco de ironía, de alegría, de pasión, de fantasía. Se trata de meter un elemento contrario que le sirva al lector como extrañamiento, o elemento de reflexión y que le baje un poco el humor negro, el tono sórdido a un relato por medio de una corriente de aire contraria.
Los personajes de tus cuentos parecen perseguidos por una sombra de la que es imposible deshacerse.¿Cuál es la consistencia de esa sombra que aparece en tu literatura?
Uno siente que lo están acechando. Pero también hay otra idea que tengo: siempre hay un testigo de cada uno de tus actos. Es un testigo que a veces no hace ruido, que a veces está oculto, a veces es una presencia que ya no está. La sombra puede ser amigable o puede ser hostil pero siempre está presente. Para algunos puede ser una cuestión más espiritual, religiosa. Yo siempre la he sentido como una especie de consistencia física, como de una vigilancia a distancia, como ser observado por alguien, pero alguien a quien le tengo confianza y que me quiere de alguna manera. Creo que siempre estamos rodeados de sombras.
En su momento, hubo pocos lectores receptivos al trabajo que hacías, ¿se puede ser pesimista con esa recepción de los libros que uno hace?
No digo que yo sea una maravilla, pero en este país puedes escribir una maravilla y se van a dar cuenta tres o cuatro cabrones nada más. Sabíamos que una de nuestras misiones era la creación de lectores. Eso lo teníamos bien claro porque estábamos en Monterrey, y ahí no hay lectores. Creo que ahorita, después de veinticinco años, sí hubo gente que se interesó, pero siguen siendo mínimos. Esa respuesta ya la tenemos bien asimilada: sabemos que la literatura en este país es un ejercicio secreto, al igual que la lectura. Yo tuve que hacer un aprendizaje de pobreza intensivo porque sabía que iba a ser pobre, sabía que este oficio no te va a dar dinero. Vas a escribir y lo vas a hacer lo mejor que puedas pero habrá pocas respuestas. Lo más interesante de las respuestas es que serán de la gente que más importa, de quien admiras, de tus colegas, los que leen realmente literatura, pero siempre será una parte mínima de la gente.
¿Qué significa para ti ser escritor en un país que permanece en la periferia del mundo y enfrenta tantas injusticias cotidianas?
Creo que tienes que fungir como testigo, para dejar testimonio de lo que está ocurriendo. Yo no quiero escribir de sicarios que se agarran a balazos en las calles. Quiero escribir sobre cómo está viviendo la gente este periodo, de las consecuencias o repercusiones de esta violencia en la vida cotidiana de los mexicanos. Como decía un sabio chino, ojalá no te toque vivir tiempos interesantes. Nos está tocando, desgraciadamente, y hay que registrarlo. Creo que eso es lo que hay que hacer. Ser un portavoz de la gente. Tratar de recoger sus sentimientos, sus emociones, sus estados de ánimo y llevarlos a la literatura para que este periodo no quede en el olvido, sobre todo en un país en el que estamos acostumbrados a la amnesia y a la desmemoria. Creo que por ahí va.
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