Diego Morales | Pedro y el Lobo

Cuando tenía trece me fui a vivir dos años a una escuela en Canadá. Nunca había estado fuera de casa más de seis semanas y al llegar no conocía a nadie. El primer día, al acomodar mis cosas en el escritorio que había al lado de la litera sentí por primera vez que un espacio era únicamente mío. Entre libros que nunca leí y un mini balón del Barcelona, estaba mi estuche de discos Case Logic naranja lleno. Casi todo ocupado por álbums que mi hermano me prestó, de los cuales la mitad eran de Dave Matthews Band.

Para un adolescente ante la incertidumbre de ver la infancia por el retrovisor desde un país ajeno, un disco como Under The Table And Dreaming o Before These Crowded Streets es un salvavidas. Es el principio de algo enorme. Para mi esos discos eran un compás y al mismo tiempo un mundo por si solo para explorarse canción tras canción. Unas inmediatamente accesibles, lindas, con mensajes claros; otras en las que me podía tomar un año de entrar y salir hasta encontrar esa frase o hook que me despejaba de una duda enorme y habría otras, como pasar un nivel de un videojuego.

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Hoy, a los veintisiete, no es exagerado decir que una gran parte de cómo soy y la forma en que veo la vida se moldeó mientras esos discos hacían ruido adentro del discman. Si hay algo que siempre ha sabido hacer Dave Matthews es resaltar todo lo bonito que hay en el mundo, al mismo tiempo que hace evidente que existe un montón de mierda e injusticias, sobre las que encontramos maneras de ser felices a nivel personal. Una y otra vez aparece la idea de celebrar y disfrutar la vida a partir de la aceptación de la muerte, de que las cosas terminan y de que los ratos malos son parte tan importante como los buenos.

Visto en retrospectiva, nunca eran esfuerzos líricos sobresalientes. Hoy en día se escuchan obvios y cursis. Y sí, si los comparas con Leonard Cohen o quien sea tu escritor favorito, las letras de Dave se vuelven cosas de niños, pero no dejan de ser más inteligentes, relevantes y honestas que el noventa y nueve por ciento de las banalidades que desfilan en las listas de popularidad. Eso es aún sin contar el aspecto musical. Tal vez desde México no nos demos cuenta, pero los últimos seis discos de Dave Matthews Band han estado en número uno en Estados Unidos. Si me preguntas a mi, hay un valor enorme en que una banda sin más producción que el talento de sus músicos, con canciones que desafían tiempos, estructuras y mensajes de la música comercial, sea capaz de alcanzar una audiencia masiva.

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Es un fenómeno extraño el que a pesar de su popularidad, Dave Matthews Band siga siendo una especie de banda de culto. Es demasiado rara para el mundo del pop, demasiado segura para el público alternativo y demasiado gringa para el gusto internacional. Esa es su gran tragedia, se vuelve el grupo de cabecera de todas las personas que no están en un lado ni en el otro. Tocan rock armado a partir de jazz, bluegrass y country (los tres géneros más gringos que se me puedan ocurrir) para las mismas personas que los siguen todos los veranos de un show a otro al estilo Grateful Dead. Algo hermoso para los que lo viven y vergonzoso para quienes lo ven desde afuera.

Hay un círculo vicioso que se genera entre los fans de Dave Matthews y el resto del mundo. Por un lado, los críticos lo descalifican y al público en general se le hace fácil odiarlo por razones tan simplistas como que es música para fratboys. Por el otro, a los fans que habitan en esa isla musical que es DMB les cuesta trabajo entender cómo a alguien no le podría parecer esa la mejor banda que existe. Unos alimentan el amor y el odio del otro, y la cosa escala a niveles ridículos en los que la discusión se deja de tratar de la música.

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Hubo un momento a mitades de los noventa en el que DMB representaba un sonido atrevido, con huevos, único, tangible cada vez que cinco chavitos de un pueblo en Virginia se paraban en cualquier escenario universitario a tocar jams de quince minutos con recursos musicales que nadie más tenía chance de imitar. Hoy en día, no hay riesgo. No hay chance de que se rompa algo en ti. No hay caminos nuevos. Se quedaron cómodos en lo que supieron hacer bien desde el principio. Eso es algo que como persona no te puedes dar el lujo de hacer. Tarde o temprano te tienes que salir si quieres ser congruente con el porqué llegaste ahí en un principio: El cambio, la búsqueda.

Mis amigos y yo lo abandonamos, casi por completo. Todo lo bueno necesita remplazo. Ni chance le dimos a los últimos dos discos. El otro día platicando con uno de ellos me dijo que éramos un poco malagradecidos, y me di cuenta que tenía razón. Damos por sentado lo que le aprendimos y lo minimizamos al lado de Radiohead o Bob Dylan. Fue por Dave Matthews que llegue a ambos. A través de él mismo escribiendo sobre su admiración por Radiohead, y haciendo covers a Bob Dylan. Fue el soundtrack de nuestra amistad en los años más despreocupados de la juventud, en medio de bailes, viajes y preguntas sin respuestas. Fue gracias a una t-shirt de Dave Matthews Band que empezaron dos de las mejores historias que tengo.

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Varios años muy tarde, por fin llega a México. Para los que van al Vive Latino: Probablemente no vean mejores músicos sobre un escenario en todo el festival. Seguro no un mejor baterista. Para los que van al Plaza: La posibilidad de ver a DMB en un foro de menos de dos mil personas es algo irreal en Estados Unidos, y que sólo sucedería si se subastaran los boletos para alguna caridad. Para todos, fans y haters: DMB es una banda para ver en vivo. Las canciones en los discos siempre han sido sólo una versión, una base desde donde partir para llevarlas al lugar que se les ocurra cada noche. Escucharlos es entender lo que un buen jam es, con músicos que se saben de memoria su instrumento y sin importar qué tanto se dejen ir, nunca pierden el control de lo que está pasando o el sentimiento de la canción. Si no te gusta o no conoces, ve. De una u otra manera te va a sorprender. Si te gusta y nunca lo has visto, qué envidia.

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