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PARÍS. Está por iniciar la pasarela de Thierry Mugler en el Grand Palais. Afuera se encuentran involuntariamente los verdaderos protagonistas del mundo de la moda: actores y espectadores. Ninguno existe sin el otro. Son los lectores de las revistas donde aparecen las mujeres y los hombres sin defectos. Son las modelos anoréxicas que llegan mirando dónde están las cámaras para llenar los lentes. En las revistas, ellas no tienen arrugas, ni celulitis, ni cicatrices. Parecen felices.

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La belleza sólo existe en la imaginación y en el otro (o la otra). Sin los reflectores de la pasarela, a la luz natural, la verdad se alcanza a divisar debajo de las capas gruesas del maquillaje. Detrás de los lentes oscuros. Es el único espacio donde admiradores y modelos conviven por unos segundos como gente real. Sin photoshop, sin marcas comerciales de por medio.

Están ahí quienes desean mirar y quienes ruegan ser admirados. Unos, vestidos con la ropa de calle que los uniforma. Sin altas costuras. Otros, lucen zapatos que cuestan miles de euros y también el sacrificio aún más costoso de ser maniquíes que han logrado la proeza de entrar en la talla cero o doble cero, como los tigres que brincan dentro del aro.

Mirando están quienes no tienen boleto para la pasarela, pero aspiran a esa belleza efímera e inexistente. Posando, jóvenes que disfrutan provocar, pero apuran el paso porque la ausencia de producción amenaza con provocar desilusión. Gente de la calle y gente de la fantasía, en un solo lugar. La ilusión los convoca, la insatisfacción los une, y la alfombra roja los separa.