¿Será útil comparar la conducta institucional y personal de Enrique Peña Nieto con la de alguno o algunos de sus antecesores, tomando en cuenta nada más a los presidentes de la República que cumplieron periodos sexenales, de Lázaro Cárdenas para acá?, preguntan los historiadores políticos.

 

No es necesario esperar a que transcurra más tiempo para hacer la comparación, porque apenas cumplidos dos años y tres meses de la gestión de Peña Nieto están claramente definidos los rasgos principales de su carácter y de su estilo personal de gobernar.

 

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Habrá que dejar de lado a los ex presidentes Lázaro Cárdenas del Río (1934-1940) y Manuel Ávila Camacho (1940-1946), porque el actual inquilino de Los Pinos no tiene nada del nacionalismo izquierdista. Y también dejar de lado a Miguel Alemán Valdés por otras razones.

 

¿Y con Adolfo Ruiz Cortines (1952-1958)? Bueno, don Adolfo era sagaz para conducirse en el delicado e intrincado escenario de la política a ras de tierra. “No siembro para mí, siembro para México”, decía el irrepetible veracruzano.

 

De Adolfo López Mateos (1958-1964), lo único que tiene Enrique Peña Nieto es el paisanaje mexiquense, aquel de Atizapán de Zaragoza y éste de Atlacomulco.

 

No hay semejanzas por supuesto entre Enrique Peña Nieto y el presidente de la República que más merece los justos calificativos de autoritario y represor: Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970). Tampoco hay similitud con Luis Echeverría Álvarez (1970-1976), cuya característica sobresaliente fue la obsesión por asestarle discursos soporíferos a sus indefensos auditorios.  Mucho menos con José López Portillo y Pacheco (1976-1982), quien hundió al país en la primera gran crisis económica y financiera de la segunda mitad del siglo XX, mareado por el volátil espejismo de una pasajera bonanza petrolera.

 

Miguel de la Madrid Hurtado (1982-1988) fue una sombra fantasmal que desde su refugio de Los Pinos enfrentó como pudo, y pudo muy poco, la tormenta económica, financiera, política y social que se inicio en el sexenio de su antecesor. Con aquel presidente, Enrique Peña Nieto no tiene nada en común.

 

En nada se parece Enrique Peña Nieto a Carlos Salinas de Gortari (1988-1994). Salinas fue tortuoso, retorcido… represor brutal de sus opositores -600 izquierdistas asesinados durante su administración, aunque el presidente dijo, cínicamente: “Ni los veo ni los oigo”.

 

Nada más lejano que una similitud entre Enrique Peña Nieto y Ernesto Zedillo Ponce de León (1994-2000). El presidente del “error de diciembre”. Sin embargo, la crisis económica de1995 en adelante podría tener una indeseable réplica en cualquier momento, en forma de crisis general, si persisten en este sexenio la parálisis en el crecimiento, la persistente baja en los precios internacionales del petróleo, el descontrol del peso en su relación con el dólar, los elevadísimos índices de pobreza extrema, el desempleo y otros etcéteras.

 

Corramos un piadoso velo que trate de cubrir -sí es que fuese posible- las infinitas vergüenzas de un presidente de quien lo menos que puede decirse es que jamás debió haber llegado al poder: Vicente Fox Quesada (2000-2006). Enrique Peña Nieto está muy lejos de tener ni el mínimo parecido con ese infausto personaje que desperdició de manera increíble la oportunidad histórica de convertir la alternancia de partidos en el Poder Ejecutivo Federal -del PRI al PAN- en un borrón y cuenta nueva.

 

Con Felipe Calderón Hinojosa (2006-2012) Peña Nieto tiene ya una inesperada e indeseable similitud: el fracaso en el combate al crimen organizado -el antecesor le llamó “guerra”-, y no existen evidencias de que la aprehensión en este sexenio de varios capos conduzca al debilitamiento y mucho menos a la extinción de los poderosos cárteles del narcotráfico.

 

Las comparaciones son odiosas, pero útiles.

 

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