El ataque terrorista en el Museo tunecino del Bardo es un nuevo capítulo del choque cultural que promueve el Estado Islámico en diversos puntos geográficos en donde desea instalar su califato. Se sabe que un Parlamento representa el infierno para personajes teocráticos; de ahí el intento de por lo menos tres terroristas por entrar a la sala central de la Asamblea tunecina para matar a políticos que defienden la democracia. No pudieron, pero en el camino encontraron un atractivo blanco de “cruzados” turistas a quienes dirigieron sus balas de kalashnikov.

 

Túnez tendría que ser nombrada capital de la transcultura global porque laicos e islamistas gobiernan con una sola voz. Y en tiempos del locuaz califato financiado por Arabia Saudita y Qatar, principalmente, es de llamar la atención.

 

Festividad

 

En la antípoda se encuentra Irak, donde Nuri al-Maliki llegó al poder, al parecer, sólo para vengarse de los sunitas aliados de Sadam Husein. Ese olor seductor que es la venganza le imposibilitó formar un gobierno multiétnico, necesario en todo proceso transcultural. Tenemos que recordar que la última invasión de Estados Unidos a Irak precipitó una profunda fisura entre kurdos, sunitas y chiitas. La cabeza de la CIA, Saul Berenson, interpretado por Mandy Patinkin en la célebre serie de televisión Homeland, no la hubiera recomendado.

 

Pero Túnez es, o era, un paraíso árabe desde que Mohamed Bouazizi vació sobre su cuerpo una cubeta con gasolina el 17 de diciembre de 2010 para inmolarse. No quería pero pasó a la historia como el vendedor de frutas que detonó la mediatizada Primavera Árabe, concepto que muy probablemente reflejaría lo que el Pulitzer, Thomas Friedman, denomina: diplomacia McDonald´s (bajo la idea de que ningún país que tenga embajadas de la hamburguesa entraría a un conflicto bélico con otra nación, la primera excepción ocurrió en 2008 en la guerra de Osetia del Sur entre Rusia y Georgia). Al pasar de los años, la tesis de Fukuyama se ha impuesto a la de Friedman: la transculturización es un sueño que sólo desde la Casa Blanca puede convertirse en realidad.

 

Egipto y Libia revirtieron muy pronto el entusiasmo primaveral. Hoy, en Egipto gobierna un general golpista mientras que en Libia simplemente no existe el Estado.

 

La muerte de Bouazizi (4 de enero de 2011) despertó en la población tunecina el odio hacia el dictador Zine el Abidine Ben Ali, mismo que fue canalizado a través de manifestaciones que prolongaron durante un mes. Después llegó lo más difícil: sentar a laicos e islamistas en una mesa para redactar una Constitución y organizar elecciones. El escepticismo fue derrotado por la primavera pactada por los secularistas del partido liberal, Nida Tunes y los islamistas de Ennahda. A estos últimos no les quedó otra porque obtuvieron sólo 69 escaños durante las primeras elecciones democráticas; una pobre cifra dadas las expectativas. Nida Tunes fue el partido más votado (86 escaños) y gracias al acuerdo con los islamistas, sumaron 155 de los 217 asientos en la Asamblea. Consumado el proceso democrático Túnez se alista para fincar en su territorio la capital de la transcultura, justo en el momento en el que terroristas del Estado Islámico sí comen hamburguesas porque miles de ellos provienen de Europa.

 

Estados Unidos acaba de reconocer que, más tarde que temprano, tendrá que negociar con el dictador sirio Bachar al-Asad; al pasar de cuatro años de guerra civil los muertos suman 200 mil y la mitad de la población siria se ha desplazado. El Estado Islámico ha instalado su califato en por lo menos 25% del territorio sirio. Supongo que Washington estaría dispuesto a negociar son Siria la lucha por tierra en contra de los califas, sin embargo, lo mejor sería negociar con los árabes saudíes una guerra financiera en contra de los terroristas. Sería más óptimo. Y entre ambos, comerían hamburguesas durante los encuentros.