La palabra “Tepito” está envuelta de múltiples significados en nuestro diccionario urbano. Mi primera referencia, tal vez a inicios de los 80, me daba un sinónimo, “fayuca”. Los productos gringos o asiáticos que no podían entrar al país llegaban a través de Tepito. Debo haber visitado por primera vez Tepito en 1990 para comprarme una chamarra de piel. Nervioso, caminé por el Eje 1 Norte, giré hacia el sur y entré a República de Argentina. Sin embargo, no dejaba de ser una incursión superficial: el corazón de Tepito es al norte del “Eje 1”.
Tepito siempre me había significado respeto por el “barrio bravo” y un barrio que con facilidad nos construye mitos. Cualquier cosa es posible. El barrio fayuquero de los ochenta hoy parece ser la meca del tráfico de drogas en la ciudad y el punto donde la propiedad intelectual no existe. ¿Qué sabes de Tepito si no conoces Tepito?
El próximo fin de semana termina la segunda temporada de Safari en Tepito, una obra de “teatro de inmersión” dirigida por Daniel Giménez Cacho y desarrollada con actores y vecinos. Hay ocho rutas posibles. Un día antes de la función te contacta uno de los ocho actores, en mi caso Patricia Ortiz: Metro Tepito, dirección Buenavista, bajo el reloj, y a las 5 de la tarde iniciamos nuestro viaje.
Cualquier cosa que me hubieran dicho de Safari en Tepito se habría quedado corta con lo que viví en cuatro horas. La obra se plantea quitarle la máscara al barrio y a uno mismo. Tepito es mafias, peleas, tradiciones, pero antes que nada es gente de carne, hueso y corazón. Cada uno de los actores se fue a vivir a Tepito a casas de tepiteños, a conocer el barrio de cerca y a intimar con su anfitrión. Al final uno se queda con ganas de vivir la misma experiencia, dormir en Tepito, mimetizarse entre su gente.
En Safari en Tepito uno siempre se exhibe como turista, camina en fila india con los otros turistas, quienes se vuelven los únicos en utilizar un casco a bordo de una motocicleta que se desplaza por espacios estrechos entre autos, gente, puestos, cascajo, basura.
Cada escena, planeada o no planeada, muestra la carne viva de Tepito. Cruzar corriendo las avenidas de la zona, altares gigantescos dedicados a la Santa Muerte, a San Judas, a la Virgen de Guadalupe. Apenas habíamos salido del Metro cuando ya llegaba a mí un olor a mariguana quemada. Las últimas escenas fueron muy similares, indigentes acomodándose en su rincón y nosotros caminando en penumbras sobre el carril de contraflujo del Eje 1.
En su cuento del mismo nombre, Jorge Luis Borges describe al Aleph como “uno de los puntos del espacio que contiene todos los puntos”. Cuando el narrador mira a través del Aleph, ve todo lo que existe de manera simultánea. Tepito es una especie de Aleph mexicano, en el que uno mira todos los Méxicos ocupando “el mismo punto, sin superposición y sin transparencia”. Lo que vieron mis ojos en Tepito fue simultáneo; lo que transcribo, sucesivo.
Cada momento en Tepito fue simbólico. Una madre siguiendo una ruta formal y su niño invitándola a tomar el atajo por el que nos llevaban, en el que lo mismo se podía ver una cancha de futbol que tipos drogándose con productos de tlapalería. O el retrato de Juan Pablo II siguiéndome con la mirada cuando atravesamos el interior del Templo de San Francisco de Asís. O simplemente, que mi despedida del barrio fuera una salsa… “lo siento mucho, la vida es así, no la he inventado yo”.