Lo peligroso o confuso de colocar etiquetas es que, tarde o temprano, estas dejan de corresponder al producto al que en algún momento pudieron describir o calificar. Finalmente, qué es una etiqueta sino un absoluto y, por ende, una simplificación.

 

El Barcelona no es más quien parece cobrar extra por retener la pelota, quien siente que si no ha tocado el balón 18 veces no vale la pena impulsarlo a la portería, quien encuentra su alivio existencial monopolizando el juego y colonizando cada rincón de la cancha, quien quiere ser los Looney Tunes en Space Jam. Al tiempo, Real Madrid ha dejado de ser el huracán al que en tres pases y dos segundos se le aparece la meta rival, al que estorba e incomoda la posesión, el del vértigo tras esperar estoica y pacientemente. Todo lo contrario, podríamos decir a la luz de lo que pasó este domingo en una nueva edición del clásico español; clásico con roles invertidos.

 

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Lejos y cerca de esa etapa Pep-Mou que se instaló en el inconsciente colectivo de la afición y que etiquetó que los de azulgrana han de enfatizar la posesión y los de blanco escatimarla, el cuadro visitante salió del Camp Nou con una entendible depresión: haber superado abrumadoramente al Barça por amplios períodos del partido sin tener la capacidad de reflejar tamaña y tan avasalladora hegemonía en el marcador.

 

Hasta antes de que la genialidad depredadora de Luis Suárez rompiera el partido a favor de la entidad catalana, no hubo un intercambio de golpes entre dos pesos pesados, sino un Barcelona que bajo pretexto de agazaparse más bien estaba sometido: perdía balones, abría avenidas, lucía incapaz ya no de poner a circular el juego (como se dijo alguna vez –de nuevo, las etiquetas– era su ADN), sino siquiera de hilvanar un par de pases. El Madrid desnudó pronto una realidad (aunque, “y todo para qué”, clama la canción a la vista del resultado): que sin Messi queda poco Barça, y el genio rosarino parecía asfixiado, aislado, separado de un clásico al que llegaba en uno de los mejores momentos de su carrera.

 

Entraban Marcelo y Carvajal, combinaban Cristiano y Benzema, mandaban Modric y Kroos, empujaban al frente Sergio Ramos y Pepe. Sin embargo, lo peculiar de los aparentes exilios de Messi es que nunca se va del todo o, al menos, mantiene la sensación de que en cualquier momento puede volver o aclarar que siempre estuvo.

 

Tras el medio tiempo y con el arranque del segundo, la ecuación podía basarse en una condicionante: ¿qué duraría más: la gasolina del Madrid o el milagroso aguante del Barça sostenido del porterazo Bravo, del oportunísimo Piqué o del poste mismo? En esas estábamos cuando Luis Suárez, demasiado aguerrido como para atender algoritmos y suposiciones, confirmó que está hecho para este tipo de citas, máxime si su voracidad se sacia de gol y no de piel enemiga.

 

Ahí brotó el viejo cliché de “el gol es el táctico del futbol”: toda estrategia o noción del partido, toda dinámica, toda previsión, todo cálculo y rumbo cambió en cuanto el uruguayo metió su remate a las redes merengues.

 

El Madrid, agobiado al notar lo mal que le había redituado su impecable desempeño y el nulo premio a su juego por nota, se desplomó. Ya no aguantaron las piernas del recién rehabilitado Modric ni el oxígeno del exhausto Kroos, lo que significó que ahora el exilio correspondiera a Cristiano Ronaldo (justo en ese momento aterrizó Lionel Messi en el Camp Nou, dejando claro que no hay sitio para los dos en el limbo) y a Gareth Bale, dado de por sí a extraviarse y no pesar.

 

Queda mucha liga, pero difícilmente la perderá el Barcelona. Para el Madrid un consuelo, que jugando así, aspira a otra Champions, y un trauma, que ni jugando así sobrevivió al Camp Nou. Para el Barça nada de ser o no ser; suficiente euforia como para detenerse a pensar en etiquetas, ADN´s o esencias: ganó el juego más relevante de la campaña y punto.

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