Una enseñanza se llevó Jürgen Klopp de su trabajo como director técnico del humilde club Mainz: no volver a involucrarse con tan pasional intensidad en su siguiente asignatura laboral.
Según relataba a The Guardian, “Me fui de Mainz tras dieciocho años y pensé: ‘la próxima vez trabajaré con un poco menos de mi corazón’. Dije eso porque todos lloramos durante una semana. Para una persona normal, esa emoción es demasiado. Pensé que no era sano trabajar así”.
Sin embargo, su salida del Borussia Dortmund, oficializada este miércoles, luce igual de fuerte, desgarradora, ardiente.
Tras llevarlo a conquistar dos Bundesligas, una copa, dos supercopas y el subcampeonato de la Champions League 2012-13, Klopp ha asegurado que lo mejor es cerrar ese ciclo. La despedida suena más bien a la de una pareja de adolescentes alejándose cuando, aún enamoradísimos, notan que han crecido y deben de seguir cada cual su camino: “Siempre insistí que el día en que ya no sintiera que soy el entrenador perfecto para este club, lo diría (…) Por mi inusual relación con este equipo, por la confianza que tenemos uno en el otro, era mi obligación decírselos”. En el mismo tenor, el presidente del Dortmund, Hans-Joachim Waltzke, susurraba con ojos llorosos y ademanes sombríos: “este increíble viaje ha terminado”.
La Alemania del Romanticismo tiene su versión futbolera en él. Personaje que se hiciera célebre al llevarse de pretemporada a sus dirigidos del Mainz a una isla extraviada en el mar Báltico para que juntos aprendieran a sobrevivir, a comunicarse, confiar y apoyarse. Individuo que no escatima insultos o puestas teatrales, entre cuyas constantes bromas hace falta escarbar (cuando le preguntan por su aldea natal en la Selva Negra germana, explica que “hace unos años tenía mil 500 habitantes; desde que me fui son 1499”). Figura que brinca de la locuacidad a la solemnidad en un instante. Genio, indiscutiblemente, tanto en liderazgo como en dirección técnica.
Sus atípicos métodos fueron la llave para mudar al Dortmund de la bancarrota en 2005 a la final europea en 2013, además de haberlo convertido en el único obstáculo que frenó la hegemonía del Bayern Múnich, equipo que hizo lo que suelen hacer las empresas grandes con las chicas que consiguen competirle: llevarse a golpe de billetes a los talentos de su único rival (en 2013 Mario Götze, en 2014 Robert Lewandowski). “El Bayern se comporta en el futbol como los chinos en la industria”, declaraba tras perder a otra estrella.
Su destino será alguno de los más grandes clubes del continente. ¿Manchester City que parece a punto de despedir a Manuel Pellegrini? ¿El AC Milán, urgido de volver a brillar? ¿Real Madrid si Carlo Ancelotti no conquista Champions o liga? ¿Barcelona si la tensión con Luis Enrique no da para más? ¿Algún otro inglés o italiano?
Una bomba de emociones que no corresponde al estereotipo calculador y frío que persigue a sus compatriotas, aunque eso es sólo el aderezo que lo convierte en un personaje tan entrañable y carismático; la verdadera razón por la que lo buscan los gigantes es su revolucionario don para construir un equipo, para sacar lo mejor de sus dirigidos, para plasmar un futbol atractivo, para hacer sentirse representada a la afición, para ganar.
Futbol intenso, futbol al límite de lo épico, futbol heavy metal como se ha llegado a denominar al suyo a raíz de una peculiar declaración en la que elogiaba al Arsenal pero decía que por delante del juego estilo sinfónica, prefiere el que luce cual rock pesado. Y todo con este volcán en erupción como guía; volcán en erupción que se lleva de Dortmund un rotundo fracaso: no supo aplicar la enseñanza de Mainz, volvió a dejar el corazón completo.