Tras su muerte la opinión fue unánime: con Günter Grass (1926-2015) se acaba el siglo XX y las letras alemanas entran de lleno en el siglo XXI. Grass personificó el proceso de confrontación de los alemanes con su pasado, ese concepto tan propio de la posguerra, la Vergangenheitsbewälitgung (que se puede traducir como “hacer las paces con el pasado”), que sólo era posible mediante una zambullida al desnudo hacia el asco y la muerte, la sexualidad y la blasfemia. Grass lo hizo como polemista, como escritor de vanguardia y político ocasional, el hombre de letras que se erigió como la conciencia moral de Alemania.
Ahora que ha fallecido, el nombre de Günter Grass estará enlazado a dos ciudades emblemáticas: a su natal Danzig, ciudad que ahora pertenece a Polonia y que fue cuna de Schopenhauer; y Lübeck, la ciudad de Thomas Mann. Esta casualidad sólo remarca la condición de Grass como alemán heterodoxo, pues en su sangre confluían tres nacionalidades: la alemana, la polaca y la casuba (o cachuba), minoría eslava de la antigua Prusia.
Ese origen y la naturaleza del Mar Báltico permearán su obra, expresada también en dibujos, donde pinta a esa fauna del río Vístula, el Danubio de Grass, repleto de lagartos, rodaballos y sapos; mujeres en cuyos cráneos crecen las coronas de los hongos. Ese ambiente primitivo, las texturas ríspidas y el aire condimentado de su literatura son propios de un escritor al que le gustaba agregar saliva a la tinta con la que escribía.
Tras la segunda guerra mundial, esa patria chica sería absorbida por el bloque soviético. Pero así como Kafka hizo suyo el alemán desde Praga, Grass se convirtió en un clásico con la trilogía de Danzig –conformada por El tambor de hojalata (1959), El gato y el ratón (1961), Años de perro (1963)- un hito de la literatura universal desde su aparición, una reescritura de la historia de Alemania y Occidente, de la frontera oriental de Europa y una interpretación expresionista del fascismo, las guerras mundiales y la deshumanización del mundo en el siglo XX.
El tambor de hojalata, su obra más conocida, no sólo es una alegoría del autismo voluntario en el que se sumió Alemania tras el Holocausto; también tiene a uno de esos personajes que se vuelven inmortales, el percusionista Oskar Matzerath, un niño que se niega a crecer y que, a diferencia de Peter Pan, se ve arrastrado a la locura y la perversión. El tono de esas primeras novelas es la de un cuento de hadas de los hermanos Grimm en su clave original: infantiloide pero oscuro, repleto de incertidumbre y brutalidad. En su universo literario hay una riqueza sensible de humores y fluidos, de texturas y pasajes libertinos, la cópula orgiástica de vocablos, la dislocación del tiempo y el espacio, un concierto de narradores y de tramas.
El periplo que llevó a Grass hacia el Nobel en 1999 es fascinante. Durante la posguerra formó parte de uno de los últimos movimientos de vanguardia de la literatura europea, el Grupo 47 en el que participó otro Nobel, Heinrich Böll y varios de los escritores responsables de restaurar la vitalidad que el nacionalismo había arrebatado a las letras alemanas: Hans Richter, Paul Celan, Günter Eich, Hans Magnus Enzensberger, Ingeborg Bachmann. Durante ese periodo turbio pero fértil en creaciones, que se extendió desde 1947 hasta 1977, conoció a Marcel Reich-Ranicki (fallecido hace unos meses), su enemigo más querido, crítico feroz de sus novelas pero también uno de sus valedores como escritor decisivo. Entretanto, Grass apoyó durante décadas al Partido Social Demócrata, como afiliado y redactor de discursos; participó en las reformas de la ortografía alemana y en la lucha contra la energía atómica.
La novelística de Grass se completa con Encuentro en Telgte (1979), La ratesa (1986), Malos presagios (1992). Destaca sobre todo El Rodaballo (1977) novela donde se cuenta la creación del Mundo desde sus orígenes en un Edén paleozoico, en nueve capítulos que representan los meses de gestación del homo sapiens. Grass también fue un poeta prolífico, con ocho volúmenes de poesía, entre los que destaca Del diario de un caracol (1972); escribió piezas de teatro como Los plebeyos ensayan la revolución (1969) y ensayos como Partos mentales o los alemanes se extinguen (1980). Sus memorias, que terminaron de editarse en 2010 con Grimms Wörter, suscitaron el análisis de su obra a la luz de la historia.
La publicación de Pelando la cebolla en 2006 supuso un terremoto pues en ese libro Grass confesó, por primera vez en más de cincuenta años, que en su adolescencia formó parte de las Waffen-SS. La declaración condicionó sus intervenciones en la vida pública hasta la muerte, pues no era posible que el hombre que con sus novelas había hecho la campaña por la reconciliación histórica de Alemania hubiese formado filas con las juventudes hitlerianas.
Sus defensores, entre ellos Mario Vargas Llosa, Volker Schlöndorff (quien llevó al cine El tambor de hojalata) y Salman Rushdie, aclararon pronto que su participación fue mínima –apenas tenía quince años- y que su conciencia política apenas estaba por moldearse. El último escándalo que protagonizó en vida lo provocó su poema “Lo que hay que decir” (Was gesagt werden muss), en el que denunciaba el programa nuclear israelí. El poema fue tomado como un acto irresponsable y hasta antisemita. Pero mostró la capacidad de Grass para encender el debate sobre los grandes temas del mundo contemporáneo.
Ahora mismo los tambores del nacionalismo vuelven a sonar por toda Europa. El mismo día que murió Günter Grass se dio una de las manifestaciones más grandes de Pegida (en español, Patriotas Europeos en contra de la Islamización de Occidente). El movimiento, que surgió en el contexto del Estado Islámico, Charlie Hebdo y Boko Haram, ha sido calificado de racista y xenófobo. En sus proclamas contra el terrorismo es inevitable detectar un tufo que recuerda los primeros latidos del nazismo.
La historia, como dice Margaret MacMillan, no se repite pero rima. Esta vez, sin embargo hay una garantía. Entre esos tambores de guerra resonará la voz de Günter Grass y quizás esta vez la historia será diferente.
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